7/30/2010

Un velorio Facebook

“¡Si vieras qué bonito estuvo el velorio!” Sólo conozco a una persona capaz de hacer un comentario como ese: mi madre.

Durante años, este fue un enigma que yo no había podido resolver. ¿Por qué a mi madre parecía gustarle ir a los velorios? Su actitud no parecía corresponder a su comportamiento, ya que al leer un obituario en el periódico o al recibir alguna llamada con la mala nueva reaccionaba con tristeza y estupor. Realmente le dolían esas muertes, como si ella misma y no otra persona hubiera perdido a un ser querido.

El sábado pasado volví a pensar en el viejo enigma cuando recibí una llamada precisamente de mi madre. En dicha llamada me pasaba un recado de parte de mi primo Roberto: el padre de Andrés (un amigo mutuo) había fallecido.

“¿Vas a ir al velorio, verdad?” me preguntó mamá, aunque más que una pregunta fue una orden velada, ya que ella me conoce muy bien y sabe que, al contrario que ella y casi todo el resto de la humanidad, odio ir a un velorio.

“Si, voy a ir”, le respondí sinceramente. Fue una respuesta sincera porque sabía que podría contar con la compañía de mi amigo Luis (con el que había quedado de vernos esa misma tarde) sabiendo que éste sí querría ir al velorio del papá de Andrés.

Y efectivamente, cuando Luis me habló para ponernos de acuerdo, le comenté lo del papá de Andrés y aceptó cambiar los planes e ir al velorio.

Mi fobia a los velorios empezó desde que era niño y se deriva de un exceso de empatía, lo que me lleva a la imposibilidad práctica de dar un pésame. Frases sencillas como “mi más sentido pésame” o “lo siento mucho” simplemente se me atoran en la garganta.

Y mucho menos puede esperarse de mí que, después de decir algo ininteligible mientras abrazo a algún deudo, le pregunte cosas como “¿Y de qué murió? o ¿Cómo te sientes?”

Porque cuando veo gente triste, me pongo triste. Es así de simple.

La última vez que había asistido a un acontecimiento luctuoso fue en 2006, cuando fui a una misa de cuerpo presente del esposo de una prima. En esa ocasión el acontecimiento era peor que un velorio normal, ya que el esposo de mi prima fue una de las primeras víctimas del crimen organizado (era director de la policía de San Pedro Garza García).

Si dar el pésame a quien perdió a un ser querido en un accidente o tras una enfermedad es muy duro, darle el pésame a una viuda que perdió a su esposo porque alguien pagó dinero por ello es sencillamente imposible.

Cuando terminó la misa y varios de los presentes nos acercamos a mi prima para darle el pésame, me formé en la fila preparándome mentalmente para decir un “lo siento mucho, estamos contigo” mientras le daba el abrazo.

Sin embargo, al llegar mi turno para dar el pésame vi tal tristeza en el rostro de mi prima que no pude articular ninguna palabra de consuelo. Simplemente la abracé y… lloramos juntos. Y mi prima alargó el abrazo, quizá porque ya estaba harta de palabras y prefirió las lágrimas.

Cuando me acercaba con Luis a la entrada de las capillas en donde se velaba al papá de nuestro amigo Andrés, me asaltó ese amargo recuerdo. Sabía que esta vez no sería igual, pero aún así tenía mis reservas.

Afortunadamente, Luis estaba conmigo. Así que él fue el encargado de llevar la plática una vez que ofrecimos nuestro sentido pésame a Andrés.

Después de platicar un rato con éste, nos presentó a un amigo suyo y se fue a saludar a otras personas. Luis, como siempre, siguió con la batuta de la conversación ante el nuevo conocido y sucedió algo extraño: se estableció un contacto. Resultó que los tres teníamos en común que escribíamos.

En amena plática entramos a las capillas. Definitivamente el ambiente era diferente al de mi último acto luctuoso. Aquí no se lloraba una tragedia, sino más bien había resignación ante lo inevitable: el padre de nuestro amigo Andrés estaba por cumplir 75 años.

Aunque había jóvenes y algunos niños, la mayoría de los presentes eran gente mayor, como de la edad de mis padres. Se oía el susurro de las conversaciones, de las que de cuando en cuando se desprendía una risa tranquila.

Saludé a mi primo Roberto y éste saludó efusivamente a Luis, a quien no había visto en mucho tiempo. Luis, mientras tanto, había recabado la dirección de correo electrónico y el número de celular de su nuevo contacto.

Estábamos a punto de irnos, cuando Andrés nos pidió quedarnos un rato más para ver una película-homenaje de su padre.

Así, asistimos a la función de cine más extraña en la que haya estado nunca. Mientras unos diminutos altavoces nos narraban la biografía del difunto —que descansaba en su ataúd en una esquina de la sala— diversas imágenes en blanco y negro discurrían sobre la pantalla: escenas de la Segunda Guerra Mundial; el padre de Andrés en traje de primera comunión; ahora sonriendo mientras descansaba en el cofre de un auto; ahora en una fiesta de cabaret con amigos, luciendo un sombrero chusco; una foto de su primer consultorio dental… Las imágenes se sucedían y todos escuchaban la narración, con respeto.

A mí esas imágenes no me decían nada acerca del padre de Andrés, porque eran una serie de fotografías que sólo me mostraban esos momentos en los que un ser humano (aunque lo niegue) alcanza eso que llamamos felicidad. Esas son las fotos que compartimos.

Las fotos que realmente te dicen quién es (o, en este caso, quién fue) un ser humano no existen, porque nadie te toma fotos en los momentos decisivos que te hacen un hombre o una mujer: nadie te toma fotos en tus momentos de duda, o cuando haces fila de madrugada para comprarle una medicina a tu bebé, o cuando te despiden de tu trabajo, o cuando gritas ese insulto que más te valía no haber dicho, o cuando alcanzas a ver entre la multitud a ese hombre o a esa mujer que nunca te correspondió… Los momentos importantes de tu vida, aquellos que te definen como ser humano, que hicieron de ti esa mujer o ese hombre que eres ahora, esos momentos te pertenecen sólo a ti y raramente los compartes.

Al retirarnos del velorio comenté con Luis mis impresiones. Llegamos a la conclusión de que aquello se parecía bastante a una sesión de Facebook.

En ese momento resolví el enigma que me había intrigado por tanto tiempo.

¡Mi madre decía haber ido a un velorio “tan bonito” porque con su presencia asistía a una sesión off-line de Facebook!

Porque en un velorio, mi madre se encontraba con sus amigos y conocidos, algunos de los cuales no había visto en años. También compartía opiniones y se ponía al día. Quizá alguien le mostrara algunas fotos de sus hijos o nietos y tal vez establecía nuevos contactos.

Me di de alta en Facebook en 2007 por la insistencia de Luis. En esos tres años mi cuenta permaneció sin actividad, ya que no encontraba una razón válida para utilizarla.

Pero ya encontré esa razón. Tengo una semana de haber reactivado mi cuenta en Facebook, porque no me atrae la idea de utilizar Facebook a la manera de mi madre.

Estoy buscando amigos. ¿Aceptas unirte a mi lista de amigos en Facebook?

2 comentarios:

  1. Hace poco yo asistí a un velorio, el primero que me toca de alguien cercanísimo a mí. Entiendo a tu mamá, creo que se lo comenté a alguien aunque por la cercanía con quien se fue ni recuerdo a quién se lo comenté: el velorio estuvo emotivo, cálido y singular, o sea, me faltó nomás decir que estuvo bonito. Es impactante la energía positiva que reciben los deudos de alguien cuando ese alguien era una persona amable y querida por la gente. Pero definitivamente entiendo también que prefieras usar más tu cuenta de Facebook y manejar desde ahí tus asuntos sociales, eso que ni qué :D

    Te saludo con el gusto que se saluda a un viejo conocido y con la simpatía con que se saluda a un viejo amigo. Tú y yo ya nos conocemos, me parece a mí. Va mi abrazo y por cierto, ¡te buscaré en Facebook!

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  2. Yo tambien soy amigo de Luis me gusta tu estilo, algun dia habra que juntarnos Luis , tu y yo e ir a tomar un cafe.

    http://estrategiaycomandogerencial.blogspot.com/

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