4/24/2007

La insoportable levedad de la violencia (Drama en 3 actos)

Personajes:

Cho Seung-Hui -Asesino múltiple y suicida.
Sthepanie Roberts; Chris Roberts –Compañeros de High School de Cho.
Kim –Abuelo de Cho Seung-Hui.
Lucinda Roy –Co-directora del programa de escritura creativa en Virigina Tech.
Ian MacFarlane –Ex compañero de Cho en el curso de escritura de guiones.
Wendell Flinchum –Jefe de policía en Virginia Tech.
Bryan Williams –Presentador de la N.B.C.
Gregory T. Eells –Consejero de servicios psicológicos en la U. de Cornell.
John Markell –Armero, propietario de Roanoke Firearms.

Paramédicos, equipo S.W.A.T., reporteros, estudiantes de Virginia Tech, víctimas del asesino, políticos, norteamericanos comunes y demás.


La acción es señalada por el autor de estas Crónicas Profanas y se desarrolla en Corea del Sur, en el Tecnológico de Virginia, en la N.B.C. y en la armería Roanoke Firearms. Los personajes intervienen en distintos momentos de la acción.


ACTO I Camino al Infierno.

Cada vez que sucede una masacre de estudiantes (como la ocurrida el pasado lunes en el Tecnológico de Virginia) especialistas de diversas disciplinas —principalmente psicólogos y sociólogos— son cuestionados por los medios de comunicación para que respondan a una pregunta específica: ¿quién fue el responsable de la masacre?

Aunque esta pregunta es superflua —generalmente, a la hora de los cuestionamientos se sabe que el autor material de la masacre forma parte del saldo de las víctimas (sea por suicidio o por haber sido abatido por la policía) y se conoce, si no su identidad, al menos sí su participación activa— su sentido real es el de encontrar una respuesta a qué fue lo que motivó a un estudiante universitario a cometer un acto tan terrible.

Esta búsqueda de explicaciones es entendible, por la perplejidad que causa este tipo de horrores. Sin embargo, las explicaciones resultantes en la búsqueda de un responsable generalmente se emiten sin haber sido asimilados los hechos —muchas veces ¡cuando el hecho en sí aún se desarrolla!— confundiéndonos aún más y cayendo de manera irremediable en lugares comunes (no se dio la alarma a tiempo, la respuesta de la policía fue ineficaz, el inexistente control de armas, el aislamiento producto de la tecnología, la decadencia de la sociedad norteamericana, la discriminación a las minorías) lo cual no hace sino desviar nuestra atención del hecho fundamental: que Cho Seung-Hui fue el único responsable.

Y para entender este hecho en toda su dimensión es necesaria la reflexión y el transcurrir del tiempo. Sólo así podremos salir de nuestra perplejidad y emitir un juicio. O varios.

Por supuesto que pudieron existir factores externos que influyeron en la conducta de este estudiante de origen surcoreano, pero eso no es motivo suficiente para olvidar de que un acto tan terrible como el cometido fue un acto deliberado y que Cho Seung-Hui fue totalmente consciente de lo que hacía.

ABUELO KIM: Cho preocupó mucho a sus padres cuando era niño pues no podía hablar bien, aunque exhibía un buen comportamiento. ¿Cómo pudo haber hecho una cosa semejante si tenía algún tipo de simpatía por sus padres? Estos se fueron de Corea del sur en 1992 porque no ganaban lo suficiente y sufrían privaciones.

Así que es posible que desde su llegada a los Estados Unidos Cho haya sufrido problemas de asimilación. Sin embargo, esto es la regla, y no sólo en los Estados Unidos: cualquier niño que haya emigrado de un país a otro (sin importar cual) es objeto de rechazo.

STEPHANIE ROBERTS: Yo estudié con Cho en el colegio Westerfiel High. Ahí había algunas personas realmente mezquinas con él, que lo empujaban y se burlaban de él. No hablaba inglés realmente bien, y ellos se burlaban.

CHRIS DAVIES: Sí, yo también estudié con Cho, en el 2003. Él casi nunca abría la boca e ignoraba intentos de otros para iniciar una conversación. En una ocasión, el profesor de la clase de inglés hizo que todos leyéramos en voz alta algún texto literario. Cuando le tocó el turno a Cho, éste se quedó silencioso. Cuando el profesor lo amenazó con una mala nota si no leía, Cho comenzó a leer con una voz profunda y extraña, que sonaba como si tuviera algo en la boca. Tan pronto como comenzó a leer Cho, toda la clase se rió. Lo señalaban y le decían “Vuélvete a China”.

Esto es algo difícil de aguantar y, por supuesto, no está bien. Pero han sido millones de niños emigrados de todos los países del mundo durante toda la historia que han tenido que soportar este tipo de vejaciones. La inmensa mayoría logra sobreponerse a ello y se asimilan finalmente. Pero hay muchos también que no lo logran. Estos se convierten en solitarios y resentidos.

Cho Seung-Hui siguió este camino. Sus compañeros del Tecnológico de Virginia lo describen como un tipo solitario y hosco, que comía solo y evitaba las miradas directas. Sus profesores también notaron lo mismo, principalmente los del taller literario, ya que lo que escribía Cho aparentemente era un reflejo de su mente perturbada.

LUCINDA ROY: He estado enseñando durante 22 años y en sólo dos ocasiones he sentido que algo andaba realmente mal. Con Cho fue una de ellas.

IAN MAC FARLANE: Cuando escuché sobre el tiroteo lo primero que pensé fue: “apuesto a que fue Sueng Cho” (ese era el nombre que él utilizaba para sus asignaciones). Sus escritos parecían salidos de una pesadilla. Eran bizarros y juveniles, violentos y llenos de odio. En uno, intitulado Richard McBeef, un adolescente trata de estrangular a su padre, sólo para terminar suicidándose. En otra de las obras, intitulada Mr. Brownstone, uno de los personajes fantasea con matar a su maestro de preparatoria: “Quiero verlo sangrar del mismo modo en que nos hace sangrar a los chicos”, dice.

Aún y cuando esto pueda parecer perturbador, no es razón suficiente para adivinar las intenciones asesinas de Cho. Porque si de violencia escrita se tratara, tipos como Quentin Tarantino, Clive Baker, Sthepen King y otros hubieran sido internados en un hospital psiquiátrico desde hace mucho tiempo.

En cambio, sus libros y películas gozan de una alta popularidad. Son reconocidos mundialmente y, aunque a muchos no les gusten sus obras o no consideren sus escritos como “literatura” —mención aparte merece Anthony Burguess con su “Naranja Mecánica”— la verdad es que son un ejemplo, entre muchos, de escritores y cineastas que dan una salida artística a sus peores pesadillas.

Esta es una de las razones por las que resulta casi imposible para los consultores psicológicos que trabajan en las distintas universidades adivinar cuándo se encuentran ante una amenaza real.

GREGORY T. ELLS: Cada año ingresan en las universidades miles de casos de alumnos con alguna perturbación que ameritan un escrutinio cuidadoso. Parece que cada día son más. Sin embargo, en la mayoría de los casos no sucede nada. La ley que protege los derechos de aquellos sujetos a un tratamiento de origen mental nos tiene atados de manos. Y el precio que pagamos por mantener estas libertades puede ser muy alto.


ACTO II Ecos.

Me enteré de la masacre unas dos horas después de que ocurriera a través de un periódico en línea. Para ese entonces no se conocía con certeza la identidad del asesino. Sólo se mencionaba que era probablemente de origen asiático.

La noticia también contenía un elemento perturbador: las primeras dos víctimas del asesino habían sido muertas unas dos horas antes de que ocurriera la masacre, en otro de los edificios de la universidad. Esto confundió a la policía del campus.

WENDELL FLINCHUM: En un principio creímos que se trataba de un hecho aislado. Se detuvo como sospechoso al novio de una de las víctimas. Nada nos indicaba que se efectuaría una matanza de treinta personas dos horas más tarde. Es por ello que no se dio una alarma general y no se suspendieron las clases. No lo consideramos pertinente.

Aunque muchos parecen culpar a la policía del campus al reaccionar de esa manera, la verdad es que tenían razón. Prueba de ello es que aún los reporteros de las diversas cadenas noticiosas llegaron tarde a la masacre. Por ello la televisión sólo mostraba imágenes de policías y equipos de S.W.A.T. yendo de un lado al otro. Es verdad que existen algunas tomas o fotografías de policías y paramédicos cargando a algún herido, pero ninguna del momento mismo de lo hechos.

Como corresponde a nuestra era digital, nos daríamos una idea un tanto clara del horror sólo hasta el momento en que la cadena N.B.C. difundió algunas de las 43 fotografías y 23 vídeos que el asesino había grabado en el ínter de los tiroteos y enviado por correo a la televisora.

BRYAN WILLIAMS: Tenemos plena conciencia de que, en efecto, esta noche estamos trasmitiendo las palabras de un asesino.

Yo dudo que Cho haya podido hacer todos esos vídeos y fotografías en sólo un período de dos horas. Realmente le tuvo que llevar mucho más tiempo. Esto me lleva a pensar que Cho llevaba mucho tiempo pensado en lo que iba a hacer, lo cual aumenta el horror de lo acontecido.

Porque de no haber sido el ataque en el Tecnológico de Virginia, este podría suceder en un futuro no muy lejano: en alguna estación del metro, en un estadio de fútbol, en algún concierto o acto público.

La furia de Cho iba a explotar en un momento o en otro. Y buscaba víctimas. Muchas víctimas. Además, se moría (literalmente) por alcanzar una fama póstuma.

Pero, ¿cuáles son las razones que pueden llevar a un asesino a buscar la fama póstuma?

CHO SEUNG-HUI: Ustedes tenían cien mil millones de opciones y maneras que hubieran evitado lo que pasó hoy. Pero ustedes decidieron derramar mi sangre. Ustedes me arrinconaron y me dejaron una sola opción. Ahora tienen sus manos manchadas de sangre para el resto de sus vidas. No tenía por qué hacer esto. Podría haber partido. Podría haber huido. Pero no, no me escaparé más. No es por mí que lo hago. Lo hago por mis hijos, por mis hermanos y hermanas. Lo hice por ellos.

Como se ve, ese es el testimonio de un perdedor (y esto lo afirmo con seguridad, una semana después de la masacre y con conocimiento de causa). El discurso es incoherente y no muestra ni un poco de originalidad en sus fotos, las cuales son realmente patéticas. No es posible tener un sentimiento de empatía, por mínimo que sea, hacia él. (Aún antes de asesinar y suicidarse no fue siquiera capaz de nombrar al receptor de su rabia. Sólo habla de un “ustedes” genérico).

Aquí, la pregunta obligada es: ¿cuántos de esos “ustedes” se encontraban entre las víctimas? ¿Dos? ¿Nueve? ¿Doce? Sinceramente —y este es un juicio puramente personal— me rehúso a creer que Cho asesinó solamente a aquellos que le hicieron algún tipo de daño u ofensa. No, entre esos 32 muertos de seguro hubo personas que ni siquiera se habían topado con Cho.

Ante esta falta de empatía hacia Cho (que aunque no se perciba conscientemente, se siente) las explicaciones en la búsqueda de un responsable se centran en el más común de los lugares: el control de armas.

Una y otra vez, cada ocasión que ocurre este tipo de horrores, el argumento del control de armas regresa, como un eco. Ambos bandos (los que se oponen y los que apoyan el control de armas) repiten los mismos argumentos.

En lo personal, detesto las armas de fuego. La única arma que he disparado en mi vida fue un revólver calibre .22 contra unas latas en un bosque en Coahuila. Me asustó el estruendo, y no sentí ni una pizca de emoción al disparar.

JOHN MARKELL: Yo hubiera usado un rifle si quisiera hacer tanto daño; es un arma mucho más potente y veloz. Lo que hizo (Cho) fue de cobarde. Disparó contra personas que no estaban armadas. Si en el campus no estuviese prohibido portar armas, la historia hubiera sido otra.

No estoy totalmente de acuerdo con John, pero en esto del control de armas existen algunos puntos muy finos. Si nos remitimos a las masacres escolares ocurridas en otras partes del mundo en donde el control de armas es muy rígido, como ocurre en Gran Bretaña y Japón, nos encontramos con que en marzo de 1996 en Escocia, un tipo entró fuertemente armado en una escuela primaria y asesinó a 15 niños y a su maestra e hirió a otros tantos y luego se suicidó.

Y en septiembre de 2001, conmocionados por otro tipo de violencia, el mundo ignoró el horror cometido en Japón por otro imbécil, que también entró a una escuela de niños y asesinó a ocho de ellos, dejando 15 heridos, ¡con un cuchillo de carnicero! (Para mí, esta matanza resultó más horrible —si se puede decir tal cosa— que lo acontecido el lunes pasado en el Tecnológico de Virginia. El terror que han de haber sentido aquellos pobres niños japoneses me hace llorar de angustia).

JOHN MARKELL: Fue una venta normal, de bajo perfil. Él no se veía nervioso, estaba calmado; parecía un estudiante común y corriente. Como es costumbre, a Cho se le pidió un documento que mostrara su mayoría de edad, una constancia de domicilio en el estado y, por haber nacido en el exterior, su tarjeta de residente legal en Estados Unidos.
Además, se le requirió llenar dos formularios de registro, uno para la policía de Virginia, otro para la federal. Después, a través de la computadora enviamos los datos a la policía para el chequeo de su historial, y no hubo problemas, así que pocos minutos después se fue con su pistola

Hasta aquí, todo normal. Pero fijémonos en las siguientes palabras del armero.

JOHN MARKELL: Ahora que veo las respuestas en el formulario, supongo que mintió cuando dijo que no sufría ninguna inestabilidad mental.


ACTO III El silencio de los inocentes

Antes, durante y después de masacres como la ocurrida en el tecnológico de Virginia, la atención de todos se centra en el perpetrador de la mascare. Se buscan razones para explicar sus terribles actos; se indaga su vida hasta en los rincones más íntimos; se le da la oportunidad de declarar sus delirios; se le odia; se le perdona; se le imita.

¿Y las víctimas, qué?

Nada queda de ellos, tan sólo su recuerdo. El dolor de aquellos que los conocieron permanece.

La violencia nos nubla la vista. Su insoportable levedad permea nuestras conciencias, nos hace olvidar que la vida de aquellos que fueron sacrificados en el altar de un dios ignorado y degradado (que sólo existe dentro de la bóveda craneal de un ser perturbado) es lo único que debe contar cuando conmemoremos un hecho tan horrible como el ocurrido en el Tecnológico de Virginia.

Olvidemos para siempre al tal Cho. Ya tuvo la ridícula fama que siempre buscó.

4/08/2007

La jaula vacía o El mito del aborto como una elección femenina

No me gusta el tenis. Me aburre sobremanera observar el ir y venir de la pelota de un lado al otro de la red durante el juego, el cual puede durar más de dos horas y cuyo desenlace depende muchas veces de la decisión de un tipo sentado en una silla de patas muy largas a mitad de la cancha, a un lado de la red.

El asunto de la despenalización del aborto se asemeja terriblemente a un juego de tenis: La cancha (el debate) tiene límites muy precisos y los jugadores (los bandos pro-vida y pro-elección) están inexorablemente separados por una delgada red de prejuicios, la cual no puede ser tocada o traspasada, bajo pena de perder puntos o ser descalificado.

Los argumentos que se manejan (las pelotas) van de un lado al otro de la cancha. Así como vienen, se los retacha, sin retenerlos ni por un momento para analizarlos. Y cuando se trata del saque, la intención es desestabilizar al contrario.

Por último está el árbitro o juez (no sé mucho de tenis) que en el caso de la despenalización del aborto está representado por la Asamblea del Distrito Federal y que será quien decida en última instancia cuál de los dos bandos resultará “ganador”.

Para algunos puede parecerles frívolo el que compare un asunto tan serio como el aborto con un juego de tenis. Sin embargo, no es así, sobre todo si tomamos en cuenta que se busca despenalizar una ley bajo la cual ni una sola mujer ha sido consignada o siquiera denunciada. Entonces, ¿por qué despenalizar una ley que no penaliza?

Esto convierte a la despenalización del aborto en un juego: un juego de poder. De lo que se trata es de demostrar que un grupo de legisladores que conforman una mayoría dentro de una minoría (la Asamblea del Distrito Federal) pueden aprobar una ley que atenta contra la mayoría que supuestamente representan. (Reconozcámoslo: sea cual sea nuestra posición personal con respecto al aborto, la mayoría de los mexicanos se opone al aborto, ya sea por cuestiones de credo religioso o por los usos y costumbres comunitarios. Es una cuestión de estadística, más que de ideología.)

Y como si esto no fuera suficiente para comparar al asunto del aborto con un juego, los argumentos que esgrimen ambos bandos van de lo puramente especulativo hasta lo francamente estúpido.

Son especulativos porque nadie sabe a ciencia cierta cuándo un ser humano se convierte en un ser humano: Unos dicen que es en el momento mismo de la concepción (o incluso antes de la concepción, lo que es algo absurdo); otros, a partir de las 12 semanas de gestación. Unos hablan de un mero conjunto o agrupación de células; los otros de un conjunto o agrupación de células “potencialmente” humano.

Y el argumento más estúpido de todos es aquel que dice que, de haber optado sus madres por el aborto, no tendríamos a “Chespirito” o a Beethoven. (Lo que hace que este argumento sea estúpido es que no toma en cuenta su contraparte: de que de haber optado sus madres por el aborto, tampoco hubiéramos sufrido a Hitler, a Stalin o a Paris Hilton).

Pero el más grande error de argumentación —y aquí llegamos al quid del asunto— que por algún motivo misterioso es el único argumento que comparten ambos bandos, es el de considerar que es la mujer quien toma la decisión de abortar. Eso es una falacia.

Antes de pasar a explicar el porqué es una falacia, permítanme hacer una precisión muy importante para afinar mi argumentación y no ser mal interpretado: Cuando hablo aquí de “mujer” lo hago en un sentido genérico y no individual. Esto se debe a que cuando se hacen las leyes su esencia es colectiva y no individual. Asimismo, en toda democracia se privilegia a la colectividad sobre el individuo.

Por ello, cuando yo diga “mujer” me estaré refiriendo a la mayoría de las mujeres, en un sentido genérico. Estoy perfectamente consciente de que toda mayoría se conforma de entes individuales, muchos de los cuales no comparten las características o ideales que se les imputa por la mera generalización. (En el caso que nos ocupa —el aborto— calculo en un cinco por ciento la proporción de estas mujeres. Esta es, por supuesto, una estimación personal. Juzgue el lector si estoy en lo correcto o no).

El debate del aborto se centra, erróneamente, en la mujer. Todos los argumentos que se manejan, ya sean en pro o en contra del aborto, tienen como figura central y única a la mujer. Se deja a un lado el elemento clave del aborto, sin el cual todo pierde sentido.

Y este elemento calve es… el hombre. ¡Sí, el hombre, el varón, el macho de la especie humana! Porque es realmente el hombre y no la mujer, como todos creen y argumentan, quien toma la decisión de abortar.

¡Sacrílego, profano, antifeminista! ¿Cómo me atrevo siquiera a insinuar algo así?

Porque es la verdad, aunque no le guste a nadie. Afirmo que el hombre es quien decide un aborto porque soy hombre y sé cómo pensamos los hombres y porque la abrumadora evidencia a favor de mi argumento así me lo señala.

Pensemos en ello un momento: Aquella mujer que se decide por el aborto no lo hace porque esté convencida de que su cuerpo es sólo suyo y nadie más que ella tiene el derecho sobre éste. Tampoco lo hace por no temer a ser encarcelada o excomulgada. No, lo hace porque directa o indirectamente su pareja masculina así lo decidió.

Antes de tener encima a toda la comunidad feminista (todos los que me conocen saben que soy un ferviente feminista) quiero señalar que no estoy hablando aquí de sumisión de la mujer a los deseos del hombre. No se trata de eso. Lo que digo es que la mujer que se somete a un aborto lo hace porque sabe que no cuenta con el apoyo del hombre: este no quiere saber nada del asunto, no quiere complicarse la vida o simplemente, huye. (La valentía de esa mujer que aborta es asombrosa y merece todo nuestro respeto. Su vida y su dignidad merecen ser protegidas a toda costa).

Pero su decisión se basa en la negativa de un hombre por apoyarla. Porque cuando se trata de una decisión enteramente de la mujer (como lo afirman los pro-vida y los pro-elección) sin tomar en cuenta al hombre, la mujer se decide por no abortar.

Independientemente de su credo, raza o posición socioeconómica (aunque existe una tendencia contraria en los niveles más altos de la escala social) la mujer le apuesta a la vida: a la suya propia y a la del niño que lleva dentro.

Llámenlo como quieran, pero yo lo llamo imperativo genético: La mujer le apuesta a la vida. El hombre a la muerte.

La evidencia de ello no se cuenta por cientos o por miles, sino por millones: Cada mujer que es madre soltera es parte de ello. Y su valentía por tener a un hijo se iguala a la de aquella que decide abortar. Y también toda madre soltera merece ser apoyada y protegida.

El número de madres solteras supera con mucho al de todas aquellas que decidieron abortar. Y lo continuará superando, se despenalice o no el aborto.

Sin embargo, mientras el debate continúe y no se incluya al hombre de alguna manera en la ecuación, me seguiré reservando mi opinión sobre el asunto. Porque sin ese elemento dentro del debate, no puedo ofrecer una opinión ni a favor ni en contra.

Soy un individualista acérrimo que privilegio al individuo sobre la sociedad. Para mí, en cada uno de nosotros está el decidir si un acto es bueno o malo y no en lo que nos dictan las leyes de Dios o de los hombres.

Por eso estoy aquí afuera, observando aburrido el ir y venir de la pelota de un lado al otro de la red.

4/05/2007

La Declaración de Deshechos Humanos

Hablar de los Derechos Humanos en lo teórico es la cosa más sencilla del mundo, ya que se vale incluir cualquier tipo de idea utópica. Aquí, los conceptos de igualdad, justicia y libertad alcanzan sus más altos vuelos. No parece haber nadie en el mundo que se oponga en lo teórico a los Derechos Humanos.

Sin embargo, hablar de los Derechos Humanos en la práctica es, quizá, lo más difícil del mundo, ya que existe tal diferencia entre la teoría y la práctica, que realmente abruma.

Como todas las demás declaraciones con buenas intenciones, ésta se empezó a gestar en la ONU prácticamente al terminar la Segunda Guerra Mundial (después de un conflicto de tal magnitud, qué mejor que una declaración que atenuara el horror sufrido y diera al mundo una esperanza, ¿no?) y se le dio carácter oficial a partir de 1948.

Pues bien, lo que casi todos ignoran es que el encargado de redactar personalmente en San Francisco, en el año de 1945, la Declaración de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas, fue Jan Christian Smuts.

¿Y eso qué tiene de extraño? ¡Casi nada!: Que este tipo, Smuts, fue el artífice también de las primeras medidas concretas de Ingeniería Social en Sudáfrica, ¡echando los cimientos legislativos de un Estado semitotalitario basado en el principio de la división racial y que derivó en el apartheid!

Así nos encontramos, desde el inicio, con un terrible error conceptual que envenena —y quizás, invalida— la Declaración de Derechos Humanos: considerar que algunos seres humanos son más humanos que otros.

Ese error (horror) conceptual que llevó a Smuts a considerar como Seres Humanos sólo a los que fueran blancos como él y no a los de raza negra no fue exclusivo de éste. Su aplicación universal (en otros contextos, no sólo raciales) continúa hasta nuestros días.

Así, se considera a al fumador como un vicioso y al alcohólico como un enfermo; los pobres son víctimas, los ricos verdugos; el cáncer debe ser erradicado, la malaria puede esperar… La lista es interminable.

Y a ese error se le suma otro —aunque tal vez sea el mismo error visto desde otra perspectiva—: Según lo expresó Kundera en La Inmortalidad, “…la lucha de los derechos humanos, cuanto más ganaba en popularidad, más perdía en contenido concreto y se convertía en una especie de postura genérica de todos hacia todos, en una especie de energía que convierte todos los deseos humanos en derechos (la cursiva es mía). El mundo se convirtió en un derecho del hombre y todo se convirtió en derecho: el ansia de amor en derecho al amor, el ansia de descanso en derecho al descanso…, el ansia de gritar de noche en la plaza en derecho a gritar en la plaza.”

Esto ha llevado a los derechos humanos al abuso. Todos tenemos derecho a todo, aunque eso signifique soslayar o anular los derechos de terceros. (En México podemos comprender de inmediato este abuso: basta recordar cualquiera de las marchas de protesta en que “el pueblo” hace valer su derecho de protestar bloqueando vialidades que impiden el derecho de libre tránsito de los que no son manifestantes).

La manera en que la Declaración de Derechos Humanos busca evitar estos errores (que sin embargo estaban presentes y/o latentes desde su redacción) es aplicando el concepto de Derechos Humanos en automático. Esto es, poseemos nuestros derechos desde el momento mismo de la concepción. (Dejemos a un lado por el momento la contradicción que esto conlleva con el tema del aborto. Eso será tratado en otra ocasión).

Sin embargo, esta aplicación de derechos “innata” a los seres humanos es, para mí, el principal obstáculo para que el concepto teórico de los derechos humanos se lleve felizmente a la práctica.

Porque, si bien estoy de acuerdo en principio con que todos los seres humanos tengamos derechos desde nuestra concepción, estoy en contra de que esos derechos se conserven hasta nuestra muerte.

Con esto quiero decir que en ningún lugar de la Declaración de Derechos Humanos se menciona que estos derechos puedan perderse. Se habla de derechos humanos, pero no de obligaciones humanas.

Entramos así en la parte medular y más estúpida de la llamada Declaración de Derechos Humanos: Se tienen derechos sin ofrecer nada a cambio. Son derechos innatos y no se pueden perder.

Por supuesto, los únicos beneficiados con esto han sido, son y serán los criminales.

Cada criminal de este planeta debería de tener una copia de la Declaración de Derechos Humanos en un lugar visible, ya que gracias a ella son casi invulnerables.

Ellos pueden quitarle la vida a cualquiera, por la razón que sea y, sin embargo, no se les puede condenar a muerte porque eso sería “una violación a su derecho más sagrado: el de su propia vida”.

Los terroristas pueden actuar como jueces, dictaminando que ciertas personas que no comparten sus creencias merecen morir; pero cuando se les atrapa reclaman su derecho a un “juicio justo”.

No sé ustedes, pero yo no estoy de acuerdo con esto. Por eso, propongo que se reescriba la Declaración de Derechos Humanos y se agreguen aquellas circunstancias en que dichos “derechos” pueden ser revocados. Que se especifique cuando un “ser humano” deja de serlo y se le quiten sus derechos para actuar en consecuencia.

¡Agreguemos las Obligaciones Humanas a la declaración de Derechos! De otra manera, seguiremos como hasta ahora: con una declaración que, más que otra cosa, protege a los Deshechos Humanos.