2/25/2011

Hijos de nadie

En un principio pensé en titular el presente post What’s on Watson? pero hay un blog inglés que se llama así y no quiero problemas por derechos de autor. Además, Hijos de nadie se acerca más al argumento que quiero comentar.

Aunque aquí en México apenas si se le prestó atención (distraídos entre “Juayderito” y los $6,000 pesos del Secretario de Hacienda), diversos medios internacionales siguieron con interés la participación de la  súper computadora Watson de IBM en Jeopardy!

Si bien es cierto que la mayoría de los mexicanos desconocen este famoso concurso gringo (y que no tienen razón alguna para conocerlo) los medios en México dejaron pasar una gran oportunidad para hacer que los mexicanos dejáramos de estar absortos en nuestro presente y alzáramos un poco la vista para el futuro.

En pocas palabras: Watson es el intento más reciente de IBM (el anterior fue Deep Blue) para que una de sus computadoras se sometiera a una “prueba de Turing”, llamada así por el pionero de la computación Alan Turing que en 1950 razonó que, dado que la consciencia es subjetiva y por lo tanto inescrutable, la única manera que tenemos de saber que una computadora es inteligente es haciéndole preguntas. Si las respuestas obtenidas fueran indistinguibles de las de un ser humano, entonces se puede considerar a la computadora como inteligente. Esa es la famosa prueba de Turing.

Así como la computadora Deep Blue se enfrentó en 1996 y 1997 con el campeón de ajedrez Gary Kaspárov (derrotándolo en éste último año con su versión “Deepest blue”), Watson se enfrentó el 15, 16 y 17 de febrero pasados a dos campeones de Jeopardy!, Ken Jennings y Brad Rutter, a los cuales venció.

Esto causó la alegría (muy merecida, por cierto) del equipo de programadores de IBM y también de los miembros del Movimiento Singularista, liderados por Raymond Kurzweil, uno de los pioneros de la Inteligencia Artificial (IA), quien afirma que para 2045 las computadoras se volverán inteligentes. Y no sólo eso, sino que también serán más inteligentes que cualquier ser humano que haya nacido nunca. Así, los robots androides se volverán una realidad largamente esperada por todos los fans de la Ciencia Ficción.

Aún y cuando yo puedo considerarme un fanático de la Ciencia Ficción, la verdad es que cuando se trata de la IA tengo mis reservas.

Para empezar, la Inteligencia Natural es tan escasa (los ejemplos abundan; basta con echar un vistazo a cualquier periódico o cambiar de canal en la TV para encontrarlos a montones) que hablar de Inteligencia Artificial se me antoja excesivo.

Porque cuando se habla de IA no parecen existir límites. Sus proponentes no sólo hablan de máquinas súper inteligentes, sino de máquinas conscientes; esto es, capaces de razonar, pensar y sentir, indistinguibles de un ser humano, excepto en que carecen de padres y nunca sienten ganas de hacer pipí. (No, en serio: ¿por qué demonios alguien querría tener un robot androide?)

Como bien dijo Cecil Adams en su columna del 10 de septiembre de 2010 en The Straigh Dope (pueden encontrar el enlace en "enlaces recomendados"): “Los humanos tenemos un método probado para fabricar homunculi autopropulsados que realísticamente simulan a un ser humano adulto. Se llama sexo. Cinco minutos de mezclar los ingredientes, nueve meses de paciente construcción y diez años estacionados frente a la TV. Voilá, el más lindo robotito que puedas imaginar… ¿Camina? Puedes apostarlo. ¿Habla? Como un campeón. ¿Piensa? No esperes milagros. También tendrás el problema de darle de comer Cajitas Felices regularmente en vez de guardarlo en su estación de recarga hasta la siguiente vez que lo necesites. Sin embargo, es difícil imaginar porqué gastarías 90 jilliones de dólares replicando algo cuando tienes un globo lleno de bípedos haciendo su parte a nuestras expensas”.

El viejo Cecil Adams me leyó el pensamiento con su respuesta. Yo también creo que la construcción de robots androides carece de sentido (por lo menos el tipo de actividades en que las colocan las narraciones de Ciencia Ficción).

Si tuviera que escoger un tipo de robot androide que tuviera algún sentido práctico real me inclinaría por aquellos que se encargaran de cuidar a personas con Alzheimer o alguna otra enfermedad incapacitante.

Por supuesto, también me gustaría tener un robot androide que fuera una réplica exacta de la actriz Ellen Page para… ejem, pasemos a otra cosa.

Lo que también me molesta de los proponentes de la IA es su terquedad en convertir una máquina en un ser consciente y pensante. ¿Para qué?  Por más que se avance en tecnología nunca será posible replicar el cerebro humano.

Yo sé que muchos argumentarían que hace cincuenta años nadie hubiera imaginado que llegaría el día en que tendríamos más de 500 canales de televisión a nuestra disposición, pero tampoco hubieran imaginado que en esos 500 canales no habría ni un solo programa decente que ver en un fin de semana; o que cinco años atrás nadie fue capaz de prever que para el 2011 casi todo el mundo tendría teléfonos celulares, pero tampoco previeron que dichos teléfonos celulares nos convertirían en sus esclavos; o que una sola persona pudiera tener 850 amigos en Facebook, pero ninguna invitación para tomar un café… Por cada avance tecnológico parece haber al menos una consecuencia no deseada.

 No se me malinterprete: no me opongo para nada a la investigación o al avance tecnológico. Ojala los triunfos como el de Watson lleven a mayores descubrimientos.

Mi punto es que resulta, además de imposible, inútil el tratar de fabricar una máquina que sea capaz de pensar y tener consciencia de sí misma. Y es inútil porque de nada sirve tener un androide por compañero (a menos que se trate de Ellen Page, por supuesto) si no somos capaces de relacionarnos con otros seres humanos; de nada sirve crear un avión tan inteligente que sobrevolando el Océano Pacífico a veinte mil pies de altura se cuestione a sí mismo si acaso no se está volviendo viejo para volar; de nada sirve dotar de conciencia a un soldado androide si lo mandamos a luchar con nuestro enemigo.

Es imposible replicar la mente humana. Aún y cuando llegara el día —ya sea en 2045 o dentro de mil años— en que las máquinas fueran más inteligentes que los humanos, y que pudieran pensar, sentir y tener consciencia de sí mismas, aún les faltaría ese elemento de humanidad que es exclusiva de nuestra especie: la estupidez.

Porque errar es de humanos, no de máquinas.


2/14/2011

14 de febrero, entre un latido y un peso

Antes que nada, debo aclarar que no soy aficionado a seguir fiestas laicas de calendario: el día de las madres, el día del padre, el día del niño, el día del amor y la amistad… todos ellas fechas que se supone fueron establecidas para honrar sentimientos. Así que nunca me verán en esas fechas haciendo cola delante de una tienda de regalos o comprando flores o dulces o juguetes, o llevando a mi madre a comer en algún restaurante abarrotado.

Sin embargo, esto no significa que yo esté en contra de esas festividades o que haga ostentación de mi amargura despotricando contra ellas al reducirlas a meros ejercicios de mercadotecnia, ya que en todas esas festividades se apela a los más íntimos y complejos sentimientos de los seres humanos para obtener una ganancia monetaria. (Porque nadie puede negar que, aún y cuando nacieran de una intención benevolente, en realidad se han convertido en un asunto mercantil).

Así, no faltan los anti-día de San Valentín (antes era sólo El día de los enamorados y luego se incluyó a la amistad) que se la pasan burlándose de todos aquellos que compran globos, peluches, flores, dulces o regalos cursis para regalárselos a sus enamorados o amigos.

En realidad no pensaba escribir ningún post para el día del hoy. Sin embargo, mientras caminaba para sacar un dinero del cajero automático, me topé con varias personas inmersas en la fiesta del día de San Valentín que me impulsaron a escribir estas líneas.

Vi a un señor bien vestido, de corbata y todo, que llevaba en una mano una rosa envuelta en papel celofán y un pequeño globo en forma de corazón; vi a un joven geek, cuerpo delgado, lentes incluidos, que abrazaba un enorme oso de peluche del que pendía un enorme globo reventado; vi a un grupo de cuatro adolescentes, una de las cuales llevaba una rosa en la mano mientras escuchaba la explicación de una amiga suya sobre San Valentín.

¿Qué me dijeron esas personas con sus actitudes? El señor de corbata me contó la historia de que la rosa y el globo que llevaba estaban destinados a una secretaria que le facilitaría el acceso a la oficina principal o quería agradecerle alguna atención dada anteriormente.

¿Cómo puedo saber yo que ese señor no iba a dar la rosa y el globo a su novia, esposa o amiga? Porque no se le trasparentaba en la cara. En su expresión no había amor o amistad, sino un pendiente menos. Aquel hombre iba a regalar, para recibir. Era moneda de cambio.

El caso del joven geek es más complicado, ya que a su abrazo al enorme oso de peluche se sumaban su cara de angustia y el globo reventado. Cuando yo lo vi, se acercaba a la puerta de una tienda de regalos, a la cual entró finalmente. ¿El joven geek iba a hacer una reclamación por el globo roto? ¿Eran suyos los regalos o alguien se los había regalado? ¿Cómo y cuándo se había roto el globo? ¿Alguien lo había reventado? ¿Había sido un accidente o a propósito?

Tal cantidad de preguntas se desprenden del hecho de que aunque por su apariencia física el joven geek parecía estar a años luz de un romance, nunca juzgo a las personas sólo por su apariencia. Lo que nos indica el caso de éste joven geek es que en muchas ocasiones el amor duele. Así como para muchas personas el amor es fuente de dicha, para otras muchas es sinónimo de dolor.

El amor se mueve entre los extremos de dicha y dolor. Ni aún la persona más afortunada en el amor puede evitar alguna herida (aunque sea un leve rasguño) en su experiencia. Quien no ha sufrido de amor no ha amado nunca.

Aquellos que como yo nos consideramos como afortunados en el amor (aunque mostremos nuestras heridas) sabemos que el amor no es algo que una vez obtenido se conserve por siempre. Al amor hay que mantenerlo; el sacrificio es indispensable para ello. No sólo hay que saber dar amor, también hay que saber recibirlo.

El amor no se compra, se comparte. El amor no se mide, se siente. El amor no se acaba, se agota. El amor no se exige, se entrega. El amor no se esconde, se busca.

En lo que respecta al asunto mercantil del día del amor y la amistad, la visión de las cuatro adolescentes, una de ellas con una flor y otra explicando a san Valentín, son más que suficientes para tomar el lado monetario de la festividad como un asunto práctico: dado que el lenguaje del amor es quizás el más complejo ideado por el hombre, el uso de símbolos ayuda mucho para intentar comunicarlo. Y esos símbolos cuestan.

Una flor, un dulce, un animal de peluche, una tarjeta, un dibujo en forma de corazón, una foto, un regalo cualquiera son símbolos que nos permiten traducir aquel lenguaje de amor que nos rebasa y que, ya sea por timidez, por miedo al rechazo o por falta de experiencia nos enmudece ante el objeto de nuestro amor.

Es por eso que yo no desprecio a los que compran regalos cursis para sus seres amados, sino al contrario: el ver cómo pasan los símbolos de amor de una a otra persona me hace sentir muy feliz, ya que veo que el amor se extiende por el mundo.

Para aquellos que odian el día del amor y la amistad sólo me resta decirles que hay que superar las pruebas del amor.

Recuerden: Nadie tiene derecho al amor, pero todos tenemos la obligación de amar.

Y como ya me cansé de escribir cursilerías, para que me perdonen les dejo de regalo del 14 de febrero la que yo considero la mejor canción de amor de todos los tiempos. Espero que la disfruten.



2/11/2011

¿En qué se parece un cuervo a un escritorio?

En el capítulo siete de Alicia en el país de las Maravillas, “Una merienda de locos”, el Sombrerero Loco pregunta: ¿En qué se parece un cuervo a un escritorio? (Why is a Raven like a writing desk?). El mismo autor, Lewis Carroll, afirmaba en el prólogo del libro que él desconocía la respuesta.

La absurda pregunta del Sombrerero se me vino a la mente después de los acontecimientos que han tenido lugar en las dos últimas semanas. (Como he escrito antes, estas Crónicas no se enfocan en temas de actualidad. Algunas veces sí se comenta o reflexiona aquí de algo que aún causa alboroto en la opinión pública, pero por lo general se tiene una dimensión temporal propia. La causa de esto es que lo instantáneo pertenece a la esfera del periodismo y estas Crónicas Profanas no son, ni intentan ser, periodismo).

¿Cuáles son esos acontecimientos recientes? Los sonados casos de WikiLeaks, Top Gear y Aristegui.

En los tres casos, mi pregunta a la Sombrerero podría ser: ¿En qué se parece la libertad de expresión a una rosa? Porque cuando se trata de la libertad de expresión, nadie parece tener una respuesta.

Todo el mundo exige libertad de expresión, todos dicen defenderla; pero cuando se presenta la oportunidad de ejercerla o aceptarla, las cosas se complican: la libertad de expresión se convierte en una pregunta sin respuesta, ya que al parecer cada persona tiene su propia y muy particular definición de qué es la libertad de expresión.

Y puesto que todos tenemos definiciones diferentes, lo más sensato sería el intentar una definición de libertad de expresión que fuera aceptada por la mayoría (el intentar que sea aceptada por todos es una quimera).

Sin embargo, esa definición está fuera del alcance de estas Crónicas, no sólo por falta de espacio (necesitaría un post demasiado largo para tal propósito), sino porque para lograr esa definición antes convendría analizar unos puntos muy importantes.

Primero que nada, está la distinción entre las esferas pública y privada. En los llamados estados totalitarios, el ideal es la famosa “casa de cristal” de la que hablaba André Bretón. Esto es, la ausencia de una esfera privada. Según el punto de vista totalitario, dado que el Estado es el ciudadano, ¿qué sentido tendría para el ciudadano ocultarse algo a sí mismo?

Sobran ejemplos acerca de la espantosa pérdida de la privacidad en los estados totalitarios, en donde el Estado tiene el derecho a exigirte que te muestres tal y como eres ante tus conciudadanos, sin ocultarles nada, permitiéndoles que te vean a través de las paredes traslúcidas de tu casa de cristal.

Sin embargo, para aquellos que piensan que por vivir en un estado democrático no tienen que temer este tipo de situaciones, sólo me queda decirles que pecan de ingenuos. No sé cuándo o por qué se empezó a borrar el espacio entre las esferas pública y privada en las democracias, pero no hay duda de que es un hecho consumado. Si en los estados totalitarios la falta de privacidad tenía por objeto el control de los ciudadanos, en la democracia esa falta de privacidad se ha convertido en moneda de cambio.

Que esto es así lo podemos ver en la proliferación de las revistas del corazón, los talk shows, los paparazzi, los noticieros. Miles de millones de dólares se mueven en este tráfico de privacidades rotas. Existe un apetito desmedido y demencial de la gente por enterarse de la vida privada de los “famosos”.

La mayoría de las personas son incapaces de establecer una frontera definida entre lo público y lo privado. Aducen a un supuesto “derecho a la información” para justificar de alguna manera su malsano placer de meterse en lo que no les importa.

Porque, ¿qué importancia puede tener la inclinación sexual de Ricky Martin? ¿A quién en su sano juicio le interesa lo que coma Lady Gaga o las inclinaciones políticas de Sean Penn o los cigarrillos furtivos de Barack Obama?

Constantemente somos bombardeados por los medios con este tipo de informaciones de carácter privado que ni de frívolas podemos calificar. Y si esto sucede es porque la gente está ávida de este subproducto de la estupidez humana. (Son tantas las notas sin sentido que se manejan en los medios, que una vez me tocó ver una fotografía en la revista ¡Hola! en la que se veía a un actor —ya no recuerdo cuál— caminando con una botella de plástico en la mano. La leyenda de la fotografía decía algo así como: “Aquí vemos a Fulanito mientras se dirige a su auto después de haber comprado una botella de agua”. Les juro que no lo estoy inventando).

Por otro lado, siempre estamos exigiendo libertad de expresión, siendo que no sabemos usarla ni aceptarla. No la sabemos usar, porque confundimos libertad con libertinaje.

Porque la libertad de expresión no significa la posibilidad de decir lo que quiera, cuando lo quiera. Es más bien la libertad de expresarme sin que reciba una censura a cambio.

En lo que respecta a la aceptación de la libertad de expresión, existe una profunda hipocresía. Porque solicitamos para nosotros el derecho a expresarnos libremente, pero pedimos la censura para otra persona que, ejerciendo también su derecho a expresarse libremente, su discurso no empate con nuestras convicciones.

Al usar nuestro derecho a expresarnos libremente podemos injuriar, difamar, calumniar, incitar al odio, a la violencia, al desamor. Todo eso lo podemos hacer porque sentimos que es nuestro derecho. Pero, ¿qué hay con nuestra obligación?

Todos piensan en ejercer sus derechos, nadie piensa en sus obligaciones. Está tan sesgado a nuestro favor el asunto de los derechos, que prácticamente nadie puede decir cuáles son nuestras obligaciones.

Pregunta: ¿a qué estamos obligados cuando de libertad de expresión se trata? (Dejo abierta la pregunta a los lectores de estas Crónicas Profanas, sólo para que se den cuenta hasta qué punto hemos olvidado la parte de nuestras obligaciones. Por supuesto, pueden compartir sus reflexiones en la sección de comentarios).

Los tres casos que mencioné en un principio (WikiLeaks, Top Gear y Aristegui) rozan aspectos importantes acerca de la libertad de expresión.

En los tres casos se ejerció el derecho a la libertad de expresión, con alcances y reacciones diferentes. Con WikiLeaks, Julian Assange alcanzó el nivel de héroe popular, aunque son pocos los que se han puesto a pensar en las implicaciones negativas de sus actos. (Aunque es encomiable el hecho de que haya sacado a la luz informaciones clasificadas de diversos gobiernos, no todo es tan color de rosa como parece. Porque así como los “famosos” tienen derecho a la privacidad, las empresas y los gobiernos tienen derecho al secreto. No todo lo que es secreto necesariamente es algo malo. Hay secretos que deben seguir siéndolo).

No voy a tratar aquí todo el asunto de WikiLeaks porque da para mucho. Sólo quiero dejar en claro que cuando alguien divulga secretos, nada es tan simple como parece.

El caso de Top Gear es tan ridículo, que apenas si vale la pena el mencionarlo. Tres ingleses de un show de autos lanzan una retahíla de comentarios de estereotipos mexicanos, causando una reacción desmesurada: el embajador mexicano en el Reino Unido manda una carta en la que los acusa de xenófobos y racistas; la opinión pública de México estalla en una ira nacionalista; la BBC ofrece una tímida disculpa; y ayer hizo frío aquí en Monterrey.

En otras palabras, no pasó nada. Estoy de acuerdo con que los conductores de Top Gear hicieron comentarios ofensivos para mucha gente, lo cual estuvo mal. Sin embargo, dichos comentarios ofensivos no se acercan ni con mucho a los comentarios ofensivos, xenófobos y racistas que nos intercambiamos los mexicanos cotidianamente en los foros de opinión: chilangos vs norteños; izquierdistas vs derechistas, panistas vs perredistas vs priístas vs PT vs Peña Nieto vs pejistas vs calderonistas… todos y cada uno de los bandos se insultan mutuamente, a tal grado de que los comentarios de los de Top Gear suenan como halagos en comparación.

Todos se sienten con el derecho a expresarse libremente; nadie se siente con la obligación de escuchar lo que dicen los demás, que también ejercen su derecho a expresarse.

Con Aristegui (así se llama a ella misma, en tercera persona) el problema fue de que hizo la pregunta correcta a la persona equivocada. Estemos a favor o en contra de la periodista, hay que consignar el hecho de que violó un principio fundamental: exigir al acusado, y no al acusador, que compruebe la acusación. (Si Juan me dice que anoche fue abducido por un extraterrestre y yo no le creo, es a Juan a quien le corresponde probar que fue abducido, no a mí el probar que no es verdad).

El pedir Aristegui a la presidencia que explicara la veracidad de la acusación que hizo el diputado Noroña y compañía acerca del alcoholismo del presidente Calderón no fue lo correcto. Lo correcto hubiera sido que Aristegui le pidiera al diputado Noroña y compañía las pruebas que tenían para divulgar la acusación. A mí me tiene sin cuidado Aristegui. Nunca oigo el radio y evito los noticieros televisivos. No estoy a favor ni en contra de ella. Lo único que digo es que ella se equivocó.

¿Lo hizo o no a propósito? Esa es la cuestión.

Una última cosa: El alcoholismo no es una enfermedad, es un vicio.
  
  

2/08/2011

Reencuentros

A las personas que conozco ya no les sorprende el que yo lea tanto; han terminado por acostumbrarse. Sin embargo, aún les llama la atención el que yo, que aparentemente siempre tengo la nariz metida en un libro (y por lo tanto sin tiempo libre más que para leer) esté enterado de todo: desde el resultado final del partido del domingo en el Super Bowl, hasta los ingredientes necesarios para hacer una Crème brûlée y la línea sucesoria del trono inglés.

Lo que no parece entrarles en la cabeza es mi costumbre de releer ciertos libros. ¿Por qué vuelves a leer ese libro? —Me preguntan—. ¿Acaso no sabes ya de qué se trata?

La respuesta a la primera pregunta no es fácil. Si quisiera encontrar una aproximación les podría responder que hay ciertos libros que se rehúsan a ser cerrados. Esto es, no admiten un Fin por respuesta.

Al terminar este tipo de libros tienes la sensación de que hubo algo que te faltó por leer. Sabes que no es cierto, que lo leíste completo, pero aún así te queda la sensación.

Lo más sencillo sería volver a leer de inmediato el libro y terminar así con el asunto, pero sabes que es inútil, ya que no es cuestión de no haberlo leído o comprendido por completo. Y eso lo sabes. Así que dejas a un lado el libro y sigues con otros libros. Eres consciente que tarde que temprano tú y ese libro se volverán a encontrar.

Con respecto a la segunda pregunta: ¿Acaso no sabes ya de qué se trata?, la respuesta es más sencilla: Sí, sé perfectamente de qué se trata, en todos sus pormenores. Es por eso que lo vuelvo a leer. (En algunas personas, se da una situación similar con las películas, algunas de las cuales las ven una y otra vez. Sin embargo, con las películas, al contrario que con los libros, la saciedad se alcanza un día cualquiera).

La clave del enigma se encuentra en el lector mismo. Aunque algunos afirman que un libro puede adquirir cualidades orgánicas, la verdad es que un libro no pasa de ser un conjunto de hojas de papel impresas (o una serie de bytes en un libro electrónico) que permanece inalterable con el paso del tiempo, hasta que se degrade el papel o se acabe la batería.

Así, una lectura de Crimen y Castigo a los quince años difiere con mucho de una lectura de Crimen y Castigo a los veintidós años, o a los cuarenta, o a los cuarenta y nueve. Es el lector el que cambia, no el libro.

Yo tengo tres libros a los que vuelvo una y otra vez, con un intervalo entre tres y cinco años: La Montaña Mágica, de Thomas Mann; El Conde de Montecristo, de Alexandre Dumas, padre y Auguste Maquet, y En Busca del Tiempo Perdido, de Marcel Proust.

Los reencuentros con estos tres libros (En Busca del Tiempo Perdido consta de siete tomos, pero yo tomo la obra completa como un solo libro) me deparan unas sensaciones estéticas deliciosas.

¿Qué tienen de especial para mí estos tres libros?

Dicen de La Montaña Mágica que es un libro aburrido. A mí la prosa de Thomas Mann (pausada y grave) me parece cualquier cosa, menos aburrida.

La aventura interior por la que atraviesa el joven héroe Hans Castorp es una de esas epopeyas personales que te dejan sin aliento. Porque Hans va al sanatorio pensando en “rescatar” a su primo Joachim, el soldado tuberculoso, sin percatarse que será él mismo quien posteriormente necesitará ser “rescatado”, ya que cae bajo el influjo del sanatorio, dejándose seducir por la enfermedad.

Y mientras asistimos a la degradación y asimilación de Hans Castorp en el microcosmos del sanatorio (con sus peculiares internos, entre los que destacan unos mexicanos, una de los cuales es una madre que sólo sabe una frase en francés) el mundo exterior se degrada también, aunque no lo notamos. Los ecos de la convulsión del “mundo exterior” nos llegan como amortiguados por la lucha de concepciones de los mundos antiguo y moderno que se da entre dos de los enfermos del sanatorio: Settembrini y Naphta, un ex jesuita. El libro culmina con la llegada atroz de la Primera Guerra Mundial. Ambas guerras, la interior de Hans Castorp y la Mundial del “exterior”, se presentan con toda su crudeza, destrucción y renovación a través de La Montaña Mágica. El resultado es sublime.

La obra de Marcel Proust, En Busca del Tiempo Perdido es, según palabras de Huxley, “la masturbación interminable”. Es posible. Pero no por ello deja de ser una de las obras más admirables de la literatura mundial.

Marcel Proust, como un moderno Cronos, es capaz de detener el tiempo. Su descripción de un mundo pasado, ya olvidado, perdido, alcanza niveles obsesivos. Un polvoriento jarrón; el rayo de luz que roza las molduras de la cama; un botón de rosa; el largo de una nariz; el matiz de una frase; la sospecha de una traición… todo y todos son sometidos a un escrutinio demencial en su búsqueda desesperada de un tiempo que ya fue. (Con decirles que desde el momento en que el protagonista abre los ojos hasta que se levanta de la cama transcurren ¡ciento once páginas!).

Cada vez que vuelvo a recorrer sus páginas, cada vez que asisto al primer encuentro entre Albertina y el narrador me dan ganas de gritarle a Albertina: “¡Corre, huye, aléjate de él!”… pero no lo hago. Dejo que Albertina entable su amistad fatal y prosiga su camino, ignorante, hasta su destino espantoso. (Después de que leyó a Proust, al escritor Henry Miller le dijeron que Proust era homosexual. Henry Miller no podía creerlo).

Por último, El Conde de Montecristo… Este estupendo libro lo contiene todo: amor, traición, aventura, venganza. Al contrario de los dos libros anteriores, el destino de Edmond Dantés se precipita por sus páginas.

Pocos libros hay que me emocionen tanto. No importa cuántas veces vuelva al libro, siempre encuentro motivos para ello. La maldad humana en su máxima expresión; la venganza humana en su máxima expresión. Sencillamente, insuperable.

Por supuesto, estos son mis gustos personales. Muchos encontrarán a estos tres libros francamente aburridos o fuera de época. Los resúmenes que hice sólo son unos esbozos incompletos, ya que no me gusta contar trama.

Sin embargo, espero que al menos haya podido despertar la curiosidad de alguno de los lectores de estas Crónicas Profanas para que se decida a conocer alguna de estas tres obras maestras, ya que quizá encuentre en un futuro la necesidad de volver a leerlas.

Créanme, los reencuentros con un libro (como con un amigo) son algo muy especial.



2/03/2011

El dios móvil

Supongamos un viajero del tiempo que viajara de 1920 hasta nuestros días. De seguro que dicho viajero temporal encontraría demasiadas cosas de qué sorprenderse.

Sin embargo, una de las cosas que quizá más le sorprendería sería el notar que “los hombres del futuro” muestran una marcada tendencia a hablar solos mientras caminan. Además,  le parecería que la mayoría tiene problemas de torceduras en el cuello o dolores de oído, ya que son muy comunes los peatones que matienen ladeada la cabeza mientras la sostienen con una mano. Dentro de los autos observaría algo similar: muchos de los conductores tienen la cabeza torcida mientras hablan solos y conducen con una sola mano.

Nuestro hipotético viajero temporal ignora que esos “hombres del futuro” están haciendo algo tan común y corriente como hablar por teléfono. Por supuesto, él conoce el teléfono, pero como no ve los aparatos y ninguno de los que hablan mientras caminan o conducen arrastran un cable tras de sí.

El teléfono celular —o móvil, como lo conocen en España y en otros lugares— llegó para quedarse. El año pasado, por primera vez, la venta de dispositivos móviles (que incluyen los teléfonos celulares) superó a la de la de las computadoras fijas.

Aún me acuerdo que tan sólo algunos años atrás ¡COF-COF-COF-COF! (perdón) era muy raro ver a alguien con teléfono celular. Sólo los actores o los altos ejecutivos portaban en una mano un maletín y en la otra un ladrillo de plástico que tenía botones para marcar.

En los primeros tiempos de los celulares, las llamadas eran carísimas y tenías más cobertura si utilizabas señales de humo. Sin embargo, los teléfonos celulares eran ENORMES, lo cual los hacía un símbolo de estatus muy visible y, por lo tanto, muy apreciado. (Ya saben la definición. Estatus: comprar una cosa que no necesitas, con un dinero que no tienes, para mostrarle a gente que no te gusta, una persona que no eres).

Tiempo después, los ladrillos de plástico con botones para marcar fueron sustituidos por modelos más discretos y ligeros. Como ahora ya no eran tan visibles, los usuarios de los teléfonos celulares recurrieron a un viejo truco para llamar la atención: gritar.

Usuario de celular de 2002 (mientras hace cola frente al cajero en el súper): ¿QUÉ ONDA? ¿CÓMO ESTÁS? ¡TE LLAMO PORQUE LA FILA PARA PAGAR ESTÁ LENTA Y YA ME ABURRÍ! ¿QUÉ DÓNDE ESTOY? ¡EN EL SÚPER! ¡TE ESTOY HABLANDO DESDE MI TELEFONO CELULAR! ¿ME OYES BIEN? PORQUE YO TE OIGO ESTUPENDAMENTE…

Aunque aún hay quienes todavía gritan cuando hablan por su teléfono celular, ya éste perdió su estatus: ahora cualquiera puede tener uno. Sin embargo, el estatus es algo que la mayoría de la gente no está dispuesta a perder, aunque le cueste su orgullo, su inteligencia o su sentido común.

Esto lo saben los fabricantes de equipos móviles, que ni tardos ni perezosos sacaron al mercado lo que podemos llamar “súperteléfonos”: Smartphones, Blackberry, iPhone, Android… toda una gama de productos móviles con el fin de esclavizarnos y vaciarnos los bolsillos.

Porque seamos sinceros: para hablar por teléfono nadie necesita un iPhone. Con un teléfono Nokia de $400 pesos (unos 30 dólares) es más que suficiente. Además, ese teléfono barato cuenta con capacidad para guardar hasta 500 contactos, tiene calendario, alarmas múltiples, puede mandar y recibir mensajes, tiene altavoz, capacidad para poner en conferencia, llamada en espera y decenas de cosas más que hacen superfluo un “súperteléfono”.

Sin embargo, toda aquella persona que tiene un Smartphone o una Blackberry o un iPhone está convencida que (por lo menos a lo que a ella respecta) esos aparatos son in-dis-pen-sa-bles. No pueden estar sin ellos. No imaginan la existencia sin sus “súperteléfonos”.

Admito que haya personas cuya actividad les haga indispensables los dispositivos móviles de comunicación, pero no creo que su número rebase el millar ¡en todo el mundo!

Porque la abrumadora mayoría de quienes cuentan con “súperteléfonos” también cuentan con conexión de banda ancha, tanto en su casa como en su oficina, por lo que checar sus correos electrónicos o ingresar a Internet no les supone mayor problema.

Véase a un usuario de “súperteléfonos” en un lugar público y, ¿qué hace? Escribir mensajes insulsos: “Estoy en el aeropuerto. Si el vuelo no se retrasa llegaré a las 10 o “Recuerda que mañana vamos a casa del tío Humberto”. O pasa su tiempo leyendo e-mails que muy bien pudo checar en su oficina o surfeando en la red para leer el New York Times en versión estampilla, sólo para enterarse de que ya empezaron a cobrar por su versión on-line.

Pero ni con esto se convence que un “súperteléfono” es superfluo. Porque si le pones la evidencia en sus narices te responderá que un teléfono Nokia de $400 pesos sólo sirve para hablar por teléfono (lo cual, dicho sea de paso, es precisamente su función) además de que no puede conectarse a Internet y tampoco acepta “Aplicaciones”.

¡Ah, las Aplicaciones!, las famosas “App’s”. (La compañía Apple acaba de anunciar que ya rebasó las diez mil millones de descargas de “App’s”. ¡¡Diez mil millones!! Y cada “App” cuesta. Tiene un precio que va desde unos cuantos centavos de dólar a muchos dólares. Hay algunas Aplicaciones que pueden resultar útiles —como las de mapas— pero en su mayor parte resultan francamente estúpidas).
  
La triste realidad es que ya la mayoría de la gente se convirtió en esclavo de su teléfono móvil. Muchos de los que celebraron la independencia de una línea telefónica fija, ahora se hayan inmersos en una dependencia obsesiva con una línea telefónica móvil.

Esta dependencia obsesiva parte de una idea equivocada: Hay que estar comunicados todo el tiempo. Así, sin preguntarse el por qué, vemos a millones de personas en todo el mundo intentando estar comunicados todo el tiempo, sin importar las consecuencias.

No sé en otras ciudades, pero en lo que respecta a Monterrey, puedes ver cómo al menos tres de cada diez personas van hablando por su teléfono celular mientras conducen; en los cines no es raro ver pantallas de celulares brillando entre las filas de asientos mientras se proyecta la película; dos amigos se toman un café en Starbucks mientras uno “twittea” y el otro checa su correo electrónico en su iPhone.

Si el propósito del teléfono celular fue facilitar y fomentar la comunicación, entonces se puede decir que fue un rotundo fracaso: hoy en día las personas están más incomunicadas que nunca. Esto no quiere decir que no se comuniquen entre ellas, sino al contrario, que se comunican en exceso: la comunicación ha perdido en calidad lo que ha ganado en cantidad.

Con el teléfono celular sucede lo mismo que con la fotografía digital: Antes, en los tiempos de los rollos de película, la persona que tomaba las fotos era consciente de que sólo tenía 24 ó 36 oportunidades (dependiendo del rollo) para tomar una buena foto. Ahora, una persona con una memoria de 8Gb en su cámara de fotos es capaz de tomar cientos de fotografías sin fijarse mucho en si tomó o no una buena foto. Después de todo, alguna de las 350 fotos que tomó tiene que salir buena, ¿o no?

Las conversasiones a través de los teléfonos celulares han perdido su calidad. Son tan fáciles de hacer, las podemos hacer desde tantos lugares y a cualesquier hora, que por lo común compartimos puras trivialidades con quienes hablamos.

¡Qué diferencia con aquellos tiempos ¡COF-COF-COF-COF! (perdón) en que en la casa mis hermanas y yo teníamos prohibido hablar por teléfono porque papá estaba esperando una “llamada importante”! A nosotros nos molestaba eso, por supuesto, pero ninguno teníamos la menor duda de que la llamada de papá realmente era importante.

Y no porque fuera nuestro padre, sino porque sabíamos que la persona que le hablaba tenía razones de peso para haberle dicho a papá que le llamaría a tal hora de tal día, que estuviera pendiente: cuando haces esa clase de compromiso no vas a trasmitir alguna trivialidad.

Pero lo peor de todo el asunto es que estamos perdiendo la comunicación frente a frente, en donde podemos compartir ya sean trivialidades, ya sean cosas importantes. Ahora con el teléfono celular los rompimientos se hacen a distancia, los afectos se trasmiten separados por cientos o miles de kilómetros, los contactos humanos se desvanecen en señales de microondas.

Nunca antes como ahora habíamos estado tan comunicados… ni tan solos.