11/15/2006

La noche es de los sapos

La llamada a la puerta fue suave, pero la voz denotaba firmeza.
—¿Todo bien, gobernador?
—Todo bien, Fermín. Sólo me torcí un poco la espalda al agacharme.
—¿Quiere que llame al médico?
—No Fermín, no. Ahí en la maleta negra traigo un remedio para las torceduras. Buenas noches.
—Buenas noches, gobernador. Si se le ofrece algo más...
—Nada Fermín, todo está bien.
Ulises había mentido mucho en su vida, pero nunca había dicho una mentira tan grande como en ese momento. Sin hacer ningún ruido, se acercó más a la puerta de la habitación y pegó una oreja a la madera para asegurarse que su escolta se hubiera retirado.
El silencio tras la puerta le aseguró que su escolta se había ido, pero aún así Ulises permaneció unos minutos pegado a la puerta, con los ojos cerrados y tratando que su mente recobrara la cordura.
Lo primero que había hecho al llegar al hotel, después de otra estúpida junta con Abascal, fue subir a su habitación y correr al cuarto de baño. Todos habían interpretado su prisa como un medio para evadir a la prensa, pero en realidad era su vejiga la que amenazaba con una evasión masiva.
Al orinar, Ulises sintió que el alivio se apoderaba de él. Mientras tanto, maldijo por enésima vez a todos los imbéciles a los que se les olvidaba que los políticos también tienen vejigas.
Le bajó al baño y se lavó las manos. El reflejo del espejo le devolvió a un Ulises demacrado, que intentó sonreír mientras se secaba las manos con una minúscula toalla.
Tras un sonoro suspiro, se dirigió a la cama y se sentó. Despacio, se desabrochó los zapatos, pensado en cómo podría relajarse antes de dormir.
Fue al erguirse cuando lo vio: Sentado en una de las sillas de la mesa al fondo de la habitación, un enorme sapo lo miraba con sus ojos saltones rodeados de verrugas.
Ulises dio un respingo, sorprendido de ver a tan insólito huésped. Sin embargo, más que sorpresa sintió una furia sorda. ¡Malditos imbéciles! ¿Qué nunca lo iban a dejar en paz? Ulises se agachó y cogió un zapato. De un salto, llegó ante el sapo y alzó el zapato, dispuesto a matarlo de un solo golpe.
—Yo que tú lo pensaba dos veces, Ulises —dijo el sapo, sin variar su expresión.
Entonces Ulises había gritado del susto; su escolta se había alertado y Ulises había dicho la mentira más grande de toda su vida. ¿Y quién no hubiera mentido en una situación así? Los sapos no hablan, ¿verdad?
Pues este sí habla, pensaba Ulises desde la puerta. ¡Un pinche sapo que habla! No es posible.
Decidido a salir de la duda de si se había vuelto loco ante tanta presión o en verdad estaba ante un sapo parlante, Ulises abrió los ojos y los dirigió al fondo de la habitación.
Ahí seguía el sapo, inmóvil sobre la silla.
Ulises se acercó al sapo como quien se acerca a apagar con los dedos la mecha encendida de un barril de pólvora. Se detuvo como a dos metros del anfibio.
—¿Quién eres? —preguntó Ulises con voz trémula al sapo, rogando a Dios que éste no le contestara.
—¡Uf! —bufó el sapo—, tu primera pregunta a un ser de otra especie y tienes que soltar una estupidez.
Ulises sintió sus rodillas licuarse y estuvo a punto de caer al suelo. Trastabillando hacia atrás, dio con la cama y cayó cuan largo era sobre ésta. Los lentes se le cayeron. Tratando de recuperarlos lo más pronto posible, lanzó manotazos de un lado a otro de la cama. Mientras tanto, alcanzó a ver difusamente que el sapo pegaba un brinco de la silla y avanzaba hacia él.
Aterrado, alcanzó a sentir el armazón de los lentes y de un tirón se los caló, justo a tiempo para ver cómo el sapo daba un buen salto y se colocaba sobre el buró del lado derecho de la cama, apenas a cincuenta centímetros de donde se encontraba. Ulises se enderezó como pudo y gateó sobre la cama, ubicándose lo más lejos posible del sapo.
—No muerdo, Ulises —le dijo el sapo con su extraña voz. —Además, no vine hasta aquí para hacerte daño.
—¿Entonces? —alcanzó a balbucear Ulises, que ni siquiera pensó en lo absurdo que resultaba el estar dialogando con un sapo.
—Vine para preguntarte el por qué no te vas de una vez por todas de Oaxaca.
En ese momento, a Ulises ya no le importó si el sapo realmente era peligroso. En tres movimientos saltó sobre la cama y se encaró con éste. Estaba furioso.
—¡Ajá, lo sabía! Sabía que eras uno de ellos. Porque ellos te mandaron, ¿verdad?
—¿Quiénes son ellos? —preguntó el sapo, impávido.
—Mis enemigos, las gentes de Flavio: ¡los APPOs!
—Como chiste es muy malo, Ulises. Y muy viejo. Ya tiene meses circulando. Tantos meses como Oaxaca lleva tomada. “Sapos”, “APPOs”… ¡Bah! No cabe duda de que ustedes los humanos son todos estúpidos. Además, me ofendes al compararme a esos idiotas.
—¡Oh, sí! Ahora me vas a decir que no eres uno de ellos.
—Pues no, no soy uno de ellos. ¿Qué no me expreso correctamente? Ya te dije que son unos idiotas. ¿No los has oído cantar la Internacional? ¿O llevar esas mantas con retratos de Marx, Lenin, Stalin y el Ché? ¡En pleno siglo veintiuno! Es asombroso. Cuando cambiaron los caballos por el tren y por los coches, por lo menos fue para mejorar, tanto ustedes como los caballos. Pero eso de querer ser comunista después de que ese sistema fracasó en todos los sentidos es una reverenda estupidez.
—¿Y tú qué sabes de eso? —Preguntó Ulises, burlón.
—Más de lo que te imaginas. Recuerda: somos una raza mucho más vieja que la de ustedes.
Ulises suspiró de nuevo y se restregó los ojos con la mano derecha. Se sentía muy pero muy cansado. Ahora que estaba seguro de haberse vuelto loco, se quedó observando durante un buen rato al sapo. No sabía el porqué, pero se sentía inferior a aquella criatura. Quizá ésta tenía razón. Eran más viejos que los humanos. Y tal vez más sabios.
—Y dime, sapo —le dijo Ulises, retador. —Si eres tan sabio como dices serlo, ¿quién se beneficia con el problema de Oaxaca?
—Si tú no sabes eso, Ulises, entonces eres más bruto que terco —contestó el sapo.
Ulises contuvo las ganas de aplastar al sapo y esperó estoicamente hasta que éste volviera a hablar.
Pasaron unos minutos en silencio, observándose mutuamente. Entonces el sapo volvió a tomar la palabra: —Cualquiera de ustedes con dos dedos de frente sabe que el beneficiario universal es el idiota ese que se cree El Caudillo.
—¿Andrés Manuel?
—El mismo. Cuando amenazó con crear un México ingobernable ya tenía puesto el ojo en Oaxaca. Entonces comenzó a financiar a los subversivos. Algo tremendamente infantil y perverso, pero así es él. Y no está solo. Está también ese vividor de Flavio, que se muere por obtener un hueso. Nadamás dejaste de pagarles y se encabritó. Por eso quiere que renuncies, para que lo nombren a él o alguno de su achichincles el gobernador sustituto. Y entonces, ahí te encargo: ¡para que lo saquen al tipo!
—Pues no te entiendo sapo, de verdad. Si tanto odias a mis enemigos, ¿por qué tú también me pides que renuncie?
El sapo se enderezó súbitamente y luego cambió de postura lentamente, sin dejar de mirar a Ulises. Quizá también el sapo estaba haciendo un esfuerzo por contenerse.
—Mira, Ulises —dijo— para empezar, yo nunca empleé la palabra renunciar…
—¡Pero si tú…!
—En segundo lugar —prosiguió el sapo, ignorando la interrupción—, nosotros los sapos no nos tragamos eso de que el enemigo de mi enemigo es mi amigo. Es por ello de que nunca has oído hablar de una guerra entre sapos. Mi pregunta inicial iba dirigida a que me respondieras sinceramente el por qué no desapareces de Oaxaca.
—O sea: que renuncie.
—No. Yo nunca dije renunciar. Dije abandonar, desaparecer.
—¿Cómo?
—Muy fácil. Sólo te pones una pistola en la boca o en la sien y jalas el gatillo.
—¡¿Quieres que me suicide?! —exclamó Ulises, asombrado.
—Sí, esa sería la salida más airosa al conflicto. Quedarías como un mártir y le quitarías todo el pastel a…
—¡Tú estás loco!
—Sí, ya lo sé. Claro que eso no importa. Soy sólo un sapo, ¿recuerdas?
—Pero, ¿por qué me lo pides a mí? ¿Por qué no vas con Flavio y le pides que sea él quien se suicide? ¿O a Andrés Manuel? ¿Eh?
—Ya lo hice.
Esta última respuesta del sapo dejó sin palabras a Ulises. No sabía ni qué pensar de todo ese asqueroso asunto. Que un sapo se les apareciera a varias personas y les pidiera que se suicidaran para resolver el asunto de Oaxaca no tenía el menor sentido.
—Sólo por curiosidad, sapo. ¿Qué respuestas te dieron ellos?
—¿Andrés Manuel y Flavio?
—Sí, y Murat y todos lo que ya sabes que están involucrados en el asunto.
—La misma respuesta que tú, Ulises. Todos son unos cobardes. ¡Hubieras de haber visto al Flavio, llorando como una niña mientras trataba de marcar al celular para hablar con el Peje!
—¿Y tú como sabes que le habla al Peje? —preguntó Ulises, intrigado.
—¿Y a quién si no? —respondió el sapo. —Y el Peje… ¡Puaj!
—¿También lloró como niña?
—No. El tipo ese está como una cabra. Ni se inmutó cuando le hablé. Incluso me prometió una reserva ecológica en Tabasco si le ayudaba en sus oscuros manejos.
Ulises ya no sabía ni qué pensar, pero se sintió un poco aliviado al saber que al menos él no había hecho el ridículo frente al sapo.
—Entonces, ¿qué? —preguntó el sapo, sobresaltándolo. —¿Estás dispuesto no ya a suicidarte (porque se ve que eres un cobarde) sino a abandonar Oaxaca?
—No puedo hacerlo, te lo juro —le dijo Ulises al sapo, sintiéndose apenado. —Si por mí fuera, te aseguro que…
—Entonces, ¡adiós! —le interrumpió el sapo. Saltó del buró y se fue brincando hacia la ventana. Ulises sabía que estaban en el piso 23, pero si el sapo había llegado hasta aquí, era obvio que sabría cómo salir.
—Una última pregunta, sapo —dijo Ulises. El sapo se detuvo, pero no volteó a verlo. —¿Por qué haces esto? ¿Cuál es tu propósito?
El sapo se giró lentamente. Miró a Ulises a los ojos y le dijo: —Me preguntaste antes que quién se beneficiaba de la ruina de Oaxaca. Yo te contesté que el Peje. Pero la respuesta correcta es: nadie. Todos ustedes están llevando a la ruina a Oaxaca, Ulises. Si antes Oaxaca tenía muchos pobres, ahora todos son pobres. Y los pobres son canijos, Ulises. Miles de niños sin clases no encuentran nada mejor que hacer que matar sapos a pedradas. Y en las últimas semanas se ha sabido que en algunas comunidades aisladas están empezando a comernos.
—No sabía eso. Es terrible. Si tú quieres, puedo ordenar a…
—Ni tú ni nadie va a ordenar nada, Ulises. Sólo son una manada de imbéciles que sólo piensan en el dinero o en el poder y la gloria: la suya propia. Mantienen la ilusión de que controlan no sólo el destino de Oaxaca, sino de todo México. Pero ustedes se engañan, Ulises. Pasan por alto el hecho de que mientras malgastan sus días, habemos quienes esperamos pacientemente a que llegue la hora en que el sol se ponga y ustedes deban dormir. Entonces los aniquilaremos.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Ulises, que sintió un estremecimiento.
—Que en Oaxaca la noche nos pertenece a los sapos. Nunca digas que no te lo advertí.
Dicho esto, el sapo se fue hacia la ventana y saltó al vacío.

11/04/2006

La canción de Henry Miller

"El sexo es una de las ocho razones para la reencarnación;
las otras siete carecen de importancia". Henry Miller.

Así es Henry Miller: directo, agudo, iconoclasta. Uno de los más grandes escritores del siglo XX que, sin embargo, ha sido sistemáticamente ignorado por el "establishment" literario: todos lo han leído, pero ninguno lo "recuerda" como el gran escritor que fue. (Hagan la prueba. Pregúntenle a un escritor cualquiera que les diga quienes fueron, a su juicio, los diez más grandes escritores del siglo XX. Casi por seguro, Henry Miller no estará en la lista).
La razón de tal "olvido" es enigmática —para no decir, inexplicable— ya que fue enorme la contribución de Henry Miller a la literatura del siglo XX.
Para intentar resolver el enigma, recordemos los hechos biográficos: Henry Valentine Miller nació el 26 de diciembre de 1891 en Brooklyn, Nueva York. Allí estudió y trabajó en el Ayuntamiento, en una fábrica de cemento y en una compañia de telégrafos. A los 39 años viajó a París, para dedicarse exclusivamente a escribir, regresando a los Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial. Murió en California, en 1980.
Como toda biografía, ésta nos dice todo y nada sobre Henry Miller. Sin embargo, adquiere sentido cuando leemos las experiencias de éste en la Compañía Telegráfica Cosmodemónica o su epifanía en el Tranvía Ovárico.
Porque Henry Miller-hombre es sustituído por Henry Miller-escritor a través de una autobiografía mitómana en la que la realidad y la ficción se yuxtaponen, en donde narra no sólo su experiencia al convertise en escritor, sino que crea un alter-ego que no es él mismo ni un personaje de ficción, sino un alter-ego esquizoide: un Henry Miller cínico, soez, obsceno, pero a la vez humano, demasiado humano.
Inmerso en la corriente surrelista de la época, tal vez fue el último de los románticos.
Pero su verdadera escencia está en su vitalidad: Henry Miller amó la vida como pocos lo han hecho. También fue un humanista. Su amor por la humanidad transpira por cada poro de su pluma.
Sin embargo, no está a la vista. Es necesario sumergirse en su obra para descubrirlo.
Así, en las páginas iniciales de Trópico de Cáncer nos dice: "Entonces, ¿este? Este no es un libro. Es un libelo, una calumnia, una difamación. No es un libro en el sentido ordinario de la palabra. No, es un insulto prolongado, un escupitajo a la cara del Arte, una patada en el culo a Dios, al Hombre, al Destino, al Tiempo, al Amor, a la Belleza... a lo que les parezca. Cantaré para ustedes, desentonaré un poco tal vez, pero cantaré. Cantaré mientras se mueren, bailaré sobre su inmundo cadáver... Para cantar, primero hay que abrir la boca. Hay que tener dos pulmones y algunos conocimientos de música. No es necesario tener un acordeón ni una guitarra. Lo esencial es querer cantar. Así pues, esto es una canción. Estoy cantando."
Si quieres ser escritor, o simplemente sientes que el mundo es una mierda y crees que todo está perdido, entonces acude a oír lo que que canta Henry Miller en sus libros.
Créeme, entonces tú también lo pondrás en la lista.

Salaam

Súbitamente agotado tras una indefinida serie de reencarnaciones sucesivas, Samstanaka quedó tendido sobre el húmedo barro de una más de las callejuelas olvidadas de Calcuta.
Así acostado, daba la apariencia de ser lo que era: un despojo humano, indistinguible de los ciento de miles de despojos humanos que forman la inmunda costra de esa herida siempre abierta y purulenta que es Calcuta.
Samstanaka hizo el intento de levantarse y huir de ese lugar, pero lo único que consiguió fue quedar de costado. El movimiento produjo un sonido húmedo, viscoso, que Samstanaka no alcanzó siquiera a percibir, ya que la sensación de incontables movimientos sobre su espalda opacó o eliminó por completo sus restantes sentidos.
Por algunos aterradores instantes, Samstanaka no vio, ni olió, ni oyó, ni gustó; sólo fue la víctima y el único testigo de ese horrendo movimiento minúsculo infinitamente multiplicado sobre su espalda, donde millones de seres reptaban, saltaban, se enterraban y efectuaban indescriptibles variaciones y mutaciones. Samstanaka empezó a sentir asco y náuseas, ¡y no podía moverse!
Desesperado, comenzó a llorar.
Las lágrimas brotaron y corrieron por el sudoroso rostro de Samstanaka, produciéndole una sensación de soledad absoluta, que lo entristeció.
Sin embargo, súbitamente, la serenidad volvió a su ser en un instante; un mágico e imposible instante en el que Samstanaka notó, asombrado, cómo una de las incontables criaturas microscópicas sobre su espalda lodoza luchaba por levantarse pero, al igual que él, inútilmente.
Entonces comprendió. Una lenta y amplia sonrisa iluminó su rostro.
Samstanaka supo en ese momento que su camino había terminado finalmente, que el Nirvana era su próximo paso.
Porque Samstanaka había sido Samstanaka; ahora era Calcuta.