6/19/2007

Sin fecha de caducidad

Imaginen que reciben una invitación a una fiesta que les llega con un atraso de treinta años. ¿Qué sentirían?

Les diré lo que sentí yo cuando recibí la invitación para el festejo del treinta aniversario de la generación 1977 de la secundaria del Instituto Regiomontano, que se llevó a cabo el pasado nueve de junio: Por un lado, sentí cierta satisfacción al comprobar que todavía se acordaban de mí; por el otro, experimenté una angustia sutil, la cual fue adquiriendo sustancia conforme leía la invitación y me enteraba que una de las actividades programadas era un torneo corto de fútbol. Entonces la angustia fue total.

Para entender dicho sentimiento, hay que tener en cuenta lo que se me exigía. No sólo mi presencia, sino también participar en un torneo de fútbol (¡yo, que no había siquiera tocado una pelota de fútbol en treinta años!) Eso es lo que en física se conoce como un salto cuántico: Había que regresar al pasado treinta años después del suceso y de pasada jugar al fútbol.

Cuando esto tiene lugar, tomas conciencia de esa cuarta dimensión invisible que se llama Tiempo. Si bien es cierto que sabes que estás envejeciendo, este proceso se te presenta en una forma muy paulatina, diluido, como una solución homeopática. Envejeces, pero no te das cuenta de ello (o no te importa darte cuenta de ello, como es mi caso).

Sin embargo, cuando se te pide presentarte ante otros que han sufrido el mismo proceso de envejecimiento que tú, pero que nos los has visto en treinta años a muchos de ellos, entonces el proceso de envejecimiento se presenta como en una de esas películas de terror de los años cincuenta, cuando un hombre se convierte en lobo en luna llena: bastan cuatro o cinco tomas yuxtapuestas para que la cara del hombre se llene de pelo y le crezcan unos enormes colmillos.

Aún y cuando yo recordaba que algunos de mis compañeros de la secundaria lucían igual que hombres lobo (el pelo largo estaba de moda) la verdad es que sentí curiosidad por ver el cómo lucían hoy en día. Así que cuando me habló la momia —que formaba parte del comité organizador— le dije que contaran con mi presencia.

La momia. Esa era otra de las cuestiones delicadas del asunto. Porque siendo el Instituto Regiomontano una escuela de hombres exclusivamente (ahora creo que ya es mixto) a la mayoría de tus compañeros sólo los conocías por su apodo.

En aquél tiempo estaba bien dirigirte a alguien como el monstruo, el pollo o la muñeca, pero quizá no sería lo correcto en el presente. El problema era que yo recordaba a muchos sólo por sus apodos.

Total, llegó el día del evento. Cuando llegué al sitio de la reunión por la mañana, ví a unas veinticinco o treinta personas reunidas en un gran círculo. En un principio, me sorprendió que los organizadores hubieran logrado reunir a tantos maestros, hasta que caí en cuenta de que no eran maestros, sino mis antiguos compañeros.

Y empezó el reencuentro. “¡Hombre!, ¿cómo estás? ¡Cuantos años!” Y mientras te unías en un sonoro abrazo te preguntabas quién demonios era aquel tipo. (El consuelo era que de seguro él se estaría preguntando lo mismo, así que te volvías hacia otro compañero y repetías el gesto).

Sin embargo, tanta palmada en la espalda y tantas sonrisas tienen la cualidad de echar a andar a tu memoria. Así que para el cuarto o quinto de tus compañeros con que te saludas aquellos rasgos adolescentes toman su lugar correcto y lo reconoces a pesar del apresurado disfraz que le ha colocado el tiempo.

Por supuesto, la erosión temporal es diferente en cada persona. En algunos, el cambio ha sido tan sutil que te parece estarlos viendo en los pasillos del colegio; en otros, si bien ya no se ven como adolescentes, conservan cierto aire juvenil, a pesar de las canas y algunas arrugas. Por último, están aquellos que parecen sobrevivientes de una guerra nuclear.

En éstos el tiempo parece haberse ensañado a tal grado que los vuelve irreconocibles. Por más que fuerzas tu imaginación y tu memoria, ninguna imagen surge de ese rostro envejecido o de ese escasísimo pelo completamente blanco.

Sin embargo, el espíritu juvenil sigue ahí, como si fueran una especie del Rolling Stones en gira mundial. (Por cierto, uno de mis compañeros —no diré nombres— se parece a Keith Richards y otro a Jimmy Page).

Media hora de estos reencuentros y pasamos a la misa. No me sorprendió mucho que se programara una misa en el evento, ya que se trata de un colegio católico. Lo que sí llamó mi atención fue la seriedad con la que todos asistimos a la misa. Nada de los cuchicheos y las risas contenidas que se oían en las misas del colegio de hace treinta años.

Con esto no quiero decir que el espíritu de entonces estuviera ausente: El sacerdote que oficiaba la misa dijo, en consideración a los maestros que nos acompañaban: “Aquellos que puedan, se hincan”. Después de la consagración, el sacerdote nos invitó a levantarnos y mi compañero de al lado dijo en voz baja: “¡Los que puedan!”, con lo cual casi me tuve que morder la lengua para evitar reírme en voz alta.

Después de misa, desayunamos unos tacos y asistimos a una pequeña asamblea, en donde me volvió a sorprender la madurez que al parecer todos habíamos adquirido.

Hubo discursos serios de compañeros míos que antes no eran capaces de decir una frase de siete palabras sin que cinco de ellas fueran maldiciones. Hablaron también algunos de los maestros invitados. Hubo un collage multimedia con imágenes de hace treinta años al ritmo de Don’t worry, be happy de Bobby McFerrin (sí, somos más viejos) y se premió a tres compañeros y a uno de nuestros maestros por su valor al superar operaciones o enfermedades muy serias. (Un maestro, el Hermano Macías, había no sólo sobrevivido a un grave derrame cerebral, sino que tuvo que aprender de nuevo a caminar, comer por sí solo, etc.)

¡Y yo no había podido aún dejar de fumar! Me sentí como un vil gusano por ello. Así que en ese momento decidí dejar de fumar. (Cosa que logré por un período de unas dieciocho horas).

Luego vino un mensaje videograbado del Hermano Pérez, que ya era viejo cuando yo lo conocí hace treinta y dos años. A través de los años yo había escuchado hablar muchas veces del Hermano Pérez. Se decía que se conservaba con buena salud y que todavía caminaba por sí mismo. (Mi teoría personal era que el Hermano Pérez ya había muerto, en 1980, y que aquel Hermano Pérez que veían todos no era más que un androide).

Pues bien, felizmente me equivoqué: el Hermano Pérez está vivito y coleando y ya va a cumplir 93 años. Y lo más asombroso de todo es que está igual que hace treinta y dos años. (¿Androide?)

Lo que muchos ignoran es que soy un maldito sentimental. Así que me pasé la mayor parte de la asamblea con un nudo en la garganta. Por eso casi me alegré (casi) cuando se anunció que pasáramos al torneo de fútbol.

¡Oh, rayos!

Era pasado mediodía; el cielo estaba despejado; el sol caía a plomo; cada equipo contaba sólo con siete jugadores; el campo de juego tenía el tamaño de Chihuahua; la camiseta de mi equipo (Inglaterra) estaba muy bien, con la excepción de que la talla era XL, lo cual me hacía lucir como un idiota, ya que yo visto el extremo opuesto; los organizadores rentaron un servicio de ambulancia y paramédicos (mi esposa no ha parado de reír por esto); los balones de fútbol eran realmente duros y... ¡empezó el torneo!

Yo corría de allá para acá, tratando de conservar el aliento y de ayudar de alguna manera al equipo. Sin embargo, pronto me di cuenta de que tenía la condición física de un pan tostado.

Roberto Canales, capitán del equipo, constantemente me gritaba cosas como: ¡Marca!”, “¡Arriba!”, “¡Cubre!”, “¡Bien!”, “¡No!”, “¡Marca!” al tal grado que por un momento me sentí perro.

Aún y cuando se jugaban dos tiempos de diez minutos por partido, al terminar el primer tiempo me parecía que habían transcurrido años. Felizmente, empezando la segunda mitad del partido alguien tuvo a bien realizar un cambio. Así que me fui a la banca.

Para mi mala fortuna, ganamos el primer partido, lo cual quería decir que nos faltaban otros dos para coronarnos campeones. Así que empezamos un segundo partido después de tomarnos un descanso. Sin embargo, el dios de los maletas vino en mi ayuda, ya que pronto salí del juego para quedarme en la banca. Desde ahí les podía echar porras.

Perdimos ese segundo partido y finalmente el equipo de Rusia se coronó campeón. Luego siguió la foto de grupo, que fue como intentar meter seis gatos en una caja de galletas.

Nos tomamos la foto y luego todos corrimos como si no hubiéramos jugado, ya que había llegado la cerveza. Yo no tomo cerveza, pero igual corrí, ya que el calor del sol era insoportable.

Después llegó la comida: bufette regional con asado de puerco, pollo con arroz, cabrito en salsa, cortadillo… una delicia.

Vino la sobremesa y después los maestros se despidieron, uno de ellos con canciones. Se formaban y deshacían grupos, ya que todos querían platicar con todos.

Yo estaba platicando con un buen amigo, cuando de improviso llegó un compañero que no reconocí (aún no sé quién es) y nos empezó a platicar de una forma un tanto agresiva de lo horrible que era su vida y que todo el mundo engañaba o era engañado.

Luego dijo algo que se me quedó grabado. Dijo: “Yo creo que fuimos hechos para vivir sólo 35 años. Después de ese período, todo se echa a perder”.

El que mi compañero que no reconocí estuviera regalándonos una nota auto biográfica poco importa. Lo importante es que esos pensamientos negativos que nos regaló fueron el contrapunto perfecto de la celebración.

Me hizo darme cuenta que treinta años no pasan en balde; que aún y cuando estuviéramos casi todos celebrando ese día nuestros reencuentros, el tiempo se había cobrado su parte.

Ya no éramos los mismos, aún y cuando lo pretendiéramos durante todo el día. Habíamos crecido, madurado, sufrido y gozado durante esos treinta años de no vernos. Y terminado el día seguiríamos con nuestros caminos personales.

Yo no sé si hemos evolucionado para vivir sólo 35 años ó 50 ó 200. Lo único que sé es que en aquella celebración del 30 aniversario de nuestra graduación de secundaria a nadie le ví la fecha de caducidad.

La cerveza corría; las voces empezaban a subir de tono; los adolescentes de ayer estaban volviendo a la vida. Fue ese el momento que escogí para irme. No me despedí de nadie, de la misma manera en que no me había despedido de nadie treinta años atrás.

En el camino a casa tenía dos pensamientos: dejar de fumar y prepararme para el próximo encuentro dentro de cinco años, cuando espero que los organizadores vuelvan a repetir su magnífico papel.

Aunque sólo les sugeriría a estos que, si planean un torneo, piensen en el dominó.

Actualización al 7 de Agosto 2010: En memoria de Ernesto Leal Isla.

Aquí les dejo esto de The Connells.



6/11/2007

El blog como graffiti virtual

A los lectores de Crónicas Profanas:

La última entrada en este blog fue el 25 de mayo pasado, por dos razones opuestas: una fue de carácter físico y la otra existencial.

La de carácter físico fue una extraña afección auditiva que me tuvo oyendo el mundo en “mono” durante quince días, lo cual me quitó todas las ganas de escribir. Sin embargo, un tratamiento adecuado (que incluyó tres visitas al doctor) me permitió volver a escuchar en estéreo.

Aprendí mucho de la experiencia e incluso reuní material para una nueva entrada. Sólo que cometí un error en el proceso: efectué un extenso recorrido por la blog esfera.

Mi decepción fue profunda. Salvo algunas excepciones, la mayoría de los blogs pueden compararse al grafitti que ensucia los muros de las grandes urbes. No sólo carecen de un sentido estético, sino también práctico: son tan sólo pintarrajeos virtuales cuyo único propósito es el de dejar alguna marca ilegible. (Lo peor de todo es que muchos de ellos ni siquiera alcanzan el rango de graffiti virtual, asemejándose más bien a los mensajes obscenos escritos en el retrete de un bar de ínfima categoría.)

Siendo un ferviente defensor de la libertad de expresión, dicha situación me creó un conflicto: por un lado, estoy convencido de que cada persona tiene el derecho de expresar sus ideas, por estúpidas, inútiles o equivocadas que sean. Por otro lado, si todo imbécil tiene derecho a expresarse en un blog, ese exceso de blogs de imbéciles ahoga a aquellos blogs que merecen ser conocidos.

Porque lo primero que me atrajo de los blogs fue que éstos representan un contrapunto a la corriente periodística, la cual está más contaminada que el lago de Chapala.

Para muestra sólo basta un botón: Últimamente, los diarios y los noticieros de televisión están resaltando en sus encabezados la ola de calor que envuelve a México. Señores periodistas y comunicadores, hace mucho calor en el país ¡PORQUE ESTAMOS EN JUNIO! Y ese mes, junto con julio y agosto, conforman la estación que se llama verano, período en el cual las temperaturas alcanzan sus valores más altos.

Para acabarla de amolar, su predicción al inicio del 2007 de que la primavera iba a resultar la más cálida de toda la historia no se cumplió. Por el contrario, hemos tenido una de las primaveras más frescas de las que yo tenga memoria. (Y esto lo digo con conocimiento de causa, ya que vivo en Monterrey, en donde el clima es desquiciado).

Así que, un mensaje a todos los bloggers: ya que tienes el derecho a expresarte, por favor exprésate de manera inteligente.

Eso es lo que yo intento hacer en estas Crónicas Profanas. El que lo logre o no depende de la apreciación los lectores asiduos a este blog, los cuales, según reporta el Instituto Internacional de Estadísticas Apócrifas, poseen un elevado coeficiente intelectual.