2/08/2011

Reencuentros

A las personas que conozco ya no les sorprende el que yo lea tanto; han terminado por acostumbrarse. Sin embargo, aún les llama la atención el que yo, que aparentemente siempre tengo la nariz metida en un libro (y por lo tanto sin tiempo libre más que para leer) esté enterado de todo: desde el resultado final del partido del domingo en el Super Bowl, hasta los ingredientes necesarios para hacer una Crème brûlée y la línea sucesoria del trono inglés.

Lo que no parece entrarles en la cabeza es mi costumbre de releer ciertos libros. ¿Por qué vuelves a leer ese libro? —Me preguntan—. ¿Acaso no sabes ya de qué se trata?

La respuesta a la primera pregunta no es fácil. Si quisiera encontrar una aproximación les podría responder que hay ciertos libros que se rehúsan a ser cerrados. Esto es, no admiten un Fin por respuesta.

Al terminar este tipo de libros tienes la sensación de que hubo algo que te faltó por leer. Sabes que no es cierto, que lo leíste completo, pero aún así te queda la sensación.

Lo más sencillo sería volver a leer de inmediato el libro y terminar así con el asunto, pero sabes que es inútil, ya que no es cuestión de no haberlo leído o comprendido por completo. Y eso lo sabes. Así que dejas a un lado el libro y sigues con otros libros. Eres consciente que tarde que temprano tú y ese libro se volverán a encontrar.

Con respecto a la segunda pregunta: ¿Acaso no sabes ya de qué se trata?, la respuesta es más sencilla: Sí, sé perfectamente de qué se trata, en todos sus pormenores. Es por eso que lo vuelvo a leer. (En algunas personas, se da una situación similar con las películas, algunas de las cuales las ven una y otra vez. Sin embargo, con las películas, al contrario que con los libros, la saciedad se alcanza un día cualquiera).

La clave del enigma se encuentra en el lector mismo. Aunque algunos afirman que un libro puede adquirir cualidades orgánicas, la verdad es que un libro no pasa de ser un conjunto de hojas de papel impresas (o una serie de bytes en un libro electrónico) que permanece inalterable con el paso del tiempo, hasta que se degrade el papel o se acabe la batería.

Así, una lectura de Crimen y Castigo a los quince años difiere con mucho de una lectura de Crimen y Castigo a los veintidós años, o a los cuarenta, o a los cuarenta y nueve. Es el lector el que cambia, no el libro.

Yo tengo tres libros a los que vuelvo una y otra vez, con un intervalo entre tres y cinco años: La Montaña Mágica, de Thomas Mann; El Conde de Montecristo, de Alexandre Dumas, padre y Auguste Maquet, y En Busca del Tiempo Perdido, de Marcel Proust.

Los reencuentros con estos tres libros (En Busca del Tiempo Perdido consta de siete tomos, pero yo tomo la obra completa como un solo libro) me deparan unas sensaciones estéticas deliciosas.

¿Qué tienen de especial para mí estos tres libros?

Dicen de La Montaña Mágica que es un libro aburrido. A mí la prosa de Thomas Mann (pausada y grave) me parece cualquier cosa, menos aburrida.

La aventura interior por la que atraviesa el joven héroe Hans Castorp es una de esas epopeyas personales que te dejan sin aliento. Porque Hans va al sanatorio pensando en “rescatar” a su primo Joachim, el soldado tuberculoso, sin percatarse que será él mismo quien posteriormente necesitará ser “rescatado”, ya que cae bajo el influjo del sanatorio, dejándose seducir por la enfermedad.

Y mientras asistimos a la degradación y asimilación de Hans Castorp en el microcosmos del sanatorio (con sus peculiares internos, entre los que destacan unos mexicanos, una de los cuales es una madre que sólo sabe una frase en francés) el mundo exterior se degrada también, aunque no lo notamos. Los ecos de la convulsión del “mundo exterior” nos llegan como amortiguados por la lucha de concepciones de los mundos antiguo y moderno que se da entre dos de los enfermos del sanatorio: Settembrini y Naphta, un ex jesuita. El libro culmina con la llegada atroz de la Primera Guerra Mundial. Ambas guerras, la interior de Hans Castorp y la Mundial del “exterior”, se presentan con toda su crudeza, destrucción y renovación a través de La Montaña Mágica. El resultado es sublime.

La obra de Marcel Proust, En Busca del Tiempo Perdido es, según palabras de Huxley, “la masturbación interminable”. Es posible. Pero no por ello deja de ser una de las obras más admirables de la literatura mundial.

Marcel Proust, como un moderno Cronos, es capaz de detener el tiempo. Su descripción de un mundo pasado, ya olvidado, perdido, alcanza niveles obsesivos. Un polvoriento jarrón; el rayo de luz que roza las molduras de la cama; un botón de rosa; el largo de una nariz; el matiz de una frase; la sospecha de una traición… todo y todos son sometidos a un escrutinio demencial en su búsqueda desesperada de un tiempo que ya fue. (Con decirles que desde el momento en que el protagonista abre los ojos hasta que se levanta de la cama transcurren ¡ciento once páginas!).

Cada vez que vuelvo a recorrer sus páginas, cada vez que asisto al primer encuentro entre Albertina y el narrador me dan ganas de gritarle a Albertina: “¡Corre, huye, aléjate de él!”… pero no lo hago. Dejo que Albertina entable su amistad fatal y prosiga su camino, ignorante, hasta su destino espantoso. (Después de que leyó a Proust, al escritor Henry Miller le dijeron que Proust era homosexual. Henry Miller no podía creerlo).

Por último, El Conde de Montecristo… Este estupendo libro lo contiene todo: amor, traición, aventura, venganza. Al contrario de los dos libros anteriores, el destino de Edmond Dantés se precipita por sus páginas.

Pocos libros hay que me emocionen tanto. No importa cuántas veces vuelva al libro, siempre encuentro motivos para ello. La maldad humana en su máxima expresión; la venganza humana en su máxima expresión. Sencillamente, insuperable.

Por supuesto, estos son mis gustos personales. Muchos encontrarán a estos tres libros francamente aburridos o fuera de época. Los resúmenes que hice sólo son unos esbozos incompletos, ya que no me gusta contar trama.

Sin embargo, espero que al menos haya podido despertar la curiosidad de alguno de los lectores de estas Crónicas Profanas para que se decida a conocer alguna de estas tres obras maestras, ya que quizá encuentre en un futuro la necesidad de volver a leerlas.

Créanme, los reencuentros con un libro (como con un amigo) son algo muy especial.



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