4/24/2007

La insoportable levedad de la violencia (Drama en 3 actos)

Personajes:

Cho Seung-Hui -Asesino múltiple y suicida.
Sthepanie Roberts; Chris Roberts –Compañeros de High School de Cho.
Kim –Abuelo de Cho Seung-Hui.
Lucinda Roy –Co-directora del programa de escritura creativa en Virigina Tech.
Ian MacFarlane –Ex compañero de Cho en el curso de escritura de guiones.
Wendell Flinchum –Jefe de policía en Virginia Tech.
Bryan Williams –Presentador de la N.B.C.
Gregory T. Eells –Consejero de servicios psicológicos en la U. de Cornell.
John Markell –Armero, propietario de Roanoke Firearms.

Paramédicos, equipo S.W.A.T., reporteros, estudiantes de Virginia Tech, víctimas del asesino, políticos, norteamericanos comunes y demás.


La acción es señalada por el autor de estas Crónicas Profanas y se desarrolla en Corea del Sur, en el Tecnológico de Virginia, en la N.B.C. y en la armería Roanoke Firearms. Los personajes intervienen en distintos momentos de la acción.


ACTO I Camino al Infierno.

Cada vez que sucede una masacre de estudiantes (como la ocurrida el pasado lunes en el Tecnológico de Virginia) especialistas de diversas disciplinas —principalmente psicólogos y sociólogos— son cuestionados por los medios de comunicación para que respondan a una pregunta específica: ¿quién fue el responsable de la masacre?

Aunque esta pregunta es superflua —generalmente, a la hora de los cuestionamientos se sabe que el autor material de la masacre forma parte del saldo de las víctimas (sea por suicidio o por haber sido abatido por la policía) y se conoce, si no su identidad, al menos sí su participación activa— su sentido real es el de encontrar una respuesta a qué fue lo que motivó a un estudiante universitario a cometer un acto tan terrible.

Esta búsqueda de explicaciones es entendible, por la perplejidad que causa este tipo de horrores. Sin embargo, las explicaciones resultantes en la búsqueda de un responsable generalmente se emiten sin haber sido asimilados los hechos —muchas veces ¡cuando el hecho en sí aún se desarrolla!— confundiéndonos aún más y cayendo de manera irremediable en lugares comunes (no se dio la alarma a tiempo, la respuesta de la policía fue ineficaz, el inexistente control de armas, el aislamiento producto de la tecnología, la decadencia de la sociedad norteamericana, la discriminación a las minorías) lo cual no hace sino desviar nuestra atención del hecho fundamental: que Cho Seung-Hui fue el único responsable.

Y para entender este hecho en toda su dimensión es necesaria la reflexión y el transcurrir del tiempo. Sólo así podremos salir de nuestra perplejidad y emitir un juicio. O varios.

Por supuesto que pudieron existir factores externos que influyeron en la conducta de este estudiante de origen surcoreano, pero eso no es motivo suficiente para olvidar de que un acto tan terrible como el cometido fue un acto deliberado y que Cho Seung-Hui fue totalmente consciente de lo que hacía.

ABUELO KIM: Cho preocupó mucho a sus padres cuando era niño pues no podía hablar bien, aunque exhibía un buen comportamiento. ¿Cómo pudo haber hecho una cosa semejante si tenía algún tipo de simpatía por sus padres? Estos se fueron de Corea del sur en 1992 porque no ganaban lo suficiente y sufrían privaciones.

Así que es posible que desde su llegada a los Estados Unidos Cho haya sufrido problemas de asimilación. Sin embargo, esto es la regla, y no sólo en los Estados Unidos: cualquier niño que haya emigrado de un país a otro (sin importar cual) es objeto de rechazo.

STEPHANIE ROBERTS: Yo estudié con Cho en el colegio Westerfiel High. Ahí había algunas personas realmente mezquinas con él, que lo empujaban y se burlaban de él. No hablaba inglés realmente bien, y ellos se burlaban.

CHRIS DAVIES: Sí, yo también estudié con Cho, en el 2003. Él casi nunca abría la boca e ignoraba intentos de otros para iniciar una conversación. En una ocasión, el profesor de la clase de inglés hizo que todos leyéramos en voz alta algún texto literario. Cuando le tocó el turno a Cho, éste se quedó silencioso. Cuando el profesor lo amenazó con una mala nota si no leía, Cho comenzó a leer con una voz profunda y extraña, que sonaba como si tuviera algo en la boca. Tan pronto como comenzó a leer Cho, toda la clase se rió. Lo señalaban y le decían “Vuélvete a China”.

Esto es algo difícil de aguantar y, por supuesto, no está bien. Pero han sido millones de niños emigrados de todos los países del mundo durante toda la historia que han tenido que soportar este tipo de vejaciones. La inmensa mayoría logra sobreponerse a ello y se asimilan finalmente. Pero hay muchos también que no lo logran. Estos se convierten en solitarios y resentidos.

Cho Seung-Hui siguió este camino. Sus compañeros del Tecnológico de Virginia lo describen como un tipo solitario y hosco, que comía solo y evitaba las miradas directas. Sus profesores también notaron lo mismo, principalmente los del taller literario, ya que lo que escribía Cho aparentemente era un reflejo de su mente perturbada.

LUCINDA ROY: He estado enseñando durante 22 años y en sólo dos ocasiones he sentido que algo andaba realmente mal. Con Cho fue una de ellas.

IAN MAC FARLANE: Cuando escuché sobre el tiroteo lo primero que pensé fue: “apuesto a que fue Sueng Cho” (ese era el nombre que él utilizaba para sus asignaciones). Sus escritos parecían salidos de una pesadilla. Eran bizarros y juveniles, violentos y llenos de odio. En uno, intitulado Richard McBeef, un adolescente trata de estrangular a su padre, sólo para terminar suicidándose. En otra de las obras, intitulada Mr. Brownstone, uno de los personajes fantasea con matar a su maestro de preparatoria: “Quiero verlo sangrar del mismo modo en que nos hace sangrar a los chicos”, dice.

Aún y cuando esto pueda parecer perturbador, no es razón suficiente para adivinar las intenciones asesinas de Cho. Porque si de violencia escrita se tratara, tipos como Quentin Tarantino, Clive Baker, Sthepen King y otros hubieran sido internados en un hospital psiquiátrico desde hace mucho tiempo.

En cambio, sus libros y películas gozan de una alta popularidad. Son reconocidos mundialmente y, aunque a muchos no les gusten sus obras o no consideren sus escritos como “literatura” —mención aparte merece Anthony Burguess con su “Naranja Mecánica”— la verdad es que son un ejemplo, entre muchos, de escritores y cineastas que dan una salida artística a sus peores pesadillas.

Esta es una de las razones por las que resulta casi imposible para los consultores psicológicos que trabajan en las distintas universidades adivinar cuándo se encuentran ante una amenaza real.

GREGORY T. ELLS: Cada año ingresan en las universidades miles de casos de alumnos con alguna perturbación que ameritan un escrutinio cuidadoso. Parece que cada día son más. Sin embargo, en la mayoría de los casos no sucede nada. La ley que protege los derechos de aquellos sujetos a un tratamiento de origen mental nos tiene atados de manos. Y el precio que pagamos por mantener estas libertades puede ser muy alto.


ACTO II Ecos.

Me enteré de la masacre unas dos horas después de que ocurriera a través de un periódico en línea. Para ese entonces no se conocía con certeza la identidad del asesino. Sólo se mencionaba que era probablemente de origen asiático.

La noticia también contenía un elemento perturbador: las primeras dos víctimas del asesino habían sido muertas unas dos horas antes de que ocurriera la masacre, en otro de los edificios de la universidad. Esto confundió a la policía del campus.

WENDELL FLINCHUM: En un principio creímos que se trataba de un hecho aislado. Se detuvo como sospechoso al novio de una de las víctimas. Nada nos indicaba que se efectuaría una matanza de treinta personas dos horas más tarde. Es por ello que no se dio una alarma general y no se suspendieron las clases. No lo consideramos pertinente.

Aunque muchos parecen culpar a la policía del campus al reaccionar de esa manera, la verdad es que tenían razón. Prueba de ello es que aún los reporteros de las diversas cadenas noticiosas llegaron tarde a la masacre. Por ello la televisión sólo mostraba imágenes de policías y equipos de S.W.A.T. yendo de un lado al otro. Es verdad que existen algunas tomas o fotografías de policías y paramédicos cargando a algún herido, pero ninguna del momento mismo de lo hechos.

Como corresponde a nuestra era digital, nos daríamos una idea un tanto clara del horror sólo hasta el momento en que la cadena N.B.C. difundió algunas de las 43 fotografías y 23 vídeos que el asesino había grabado en el ínter de los tiroteos y enviado por correo a la televisora.

BRYAN WILLIAMS: Tenemos plena conciencia de que, en efecto, esta noche estamos trasmitiendo las palabras de un asesino.

Yo dudo que Cho haya podido hacer todos esos vídeos y fotografías en sólo un período de dos horas. Realmente le tuvo que llevar mucho más tiempo. Esto me lleva a pensar que Cho llevaba mucho tiempo pensado en lo que iba a hacer, lo cual aumenta el horror de lo acontecido.

Porque de no haber sido el ataque en el Tecnológico de Virginia, este podría suceder en un futuro no muy lejano: en alguna estación del metro, en un estadio de fútbol, en algún concierto o acto público.

La furia de Cho iba a explotar en un momento o en otro. Y buscaba víctimas. Muchas víctimas. Además, se moría (literalmente) por alcanzar una fama póstuma.

Pero, ¿cuáles son las razones que pueden llevar a un asesino a buscar la fama póstuma?

CHO SEUNG-HUI: Ustedes tenían cien mil millones de opciones y maneras que hubieran evitado lo que pasó hoy. Pero ustedes decidieron derramar mi sangre. Ustedes me arrinconaron y me dejaron una sola opción. Ahora tienen sus manos manchadas de sangre para el resto de sus vidas. No tenía por qué hacer esto. Podría haber partido. Podría haber huido. Pero no, no me escaparé más. No es por mí que lo hago. Lo hago por mis hijos, por mis hermanos y hermanas. Lo hice por ellos.

Como se ve, ese es el testimonio de un perdedor (y esto lo afirmo con seguridad, una semana después de la masacre y con conocimiento de causa). El discurso es incoherente y no muestra ni un poco de originalidad en sus fotos, las cuales son realmente patéticas. No es posible tener un sentimiento de empatía, por mínimo que sea, hacia él. (Aún antes de asesinar y suicidarse no fue siquiera capaz de nombrar al receptor de su rabia. Sólo habla de un “ustedes” genérico).

Aquí, la pregunta obligada es: ¿cuántos de esos “ustedes” se encontraban entre las víctimas? ¿Dos? ¿Nueve? ¿Doce? Sinceramente —y este es un juicio puramente personal— me rehúso a creer que Cho asesinó solamente a aquellos que le hicieron algún tipo de daño u ofensa. No, entre esos 32 muertos de seguro hubo personas que ni siquiera se habían topado con Cho.

Ante esta falta de empatía hacia Cho (que aunque no se perciba conscientemente, se siente) las explicaciones en la búsqueda de un responsable se centran en el más común de los lugares: el control de armas.

Una y otra vez, cada ocasión que ocurre este tipo de horrores, el argumento del control de armas regresa, como un eco. Ambos bandos (los que se oponen y los que apoyan el control de armas) repiten los mismos argumentos.

En lo personal, detesto las armas de fuego. La única arma que he disparado en mi vida fue un revólver calibre .22 contra unas latas en un bosque en Coahuila. Me asustó el estruendo, y no sentí ni una pizca de emoción al disparar.

JOHN MARKELL: Yo hubiera usado un rifle si quisiera hacer tanto daño; es un arma mucho más potente y veloz. Lo que hizo (Cho) fue de cobarde. Disparó contra personas que no estaban armadas. Si en el campus no estuviese prohibido portar armas, la historia hubiera sido otra.

No estoy totalmente de acuerdo con John, pero en esto del control de armas existen algunos puntos muy finos. Si nos remitimos a las masacres escolares ocurridas en otras partes del mundo en donde el control de armas es muy rígido, como ocurre en Gran Bretaña y Japón, nos encontramos con que en marzo de 1996 en Escocia, un tipo entró fuertemente armado en una escuela primaria y asesinó a 15 niños y a su maestra e hirió a otros tantos y luego se suicidó.

Y en septiembre de 2001, conmocionados por otro tipo de violencia, el mundo ignoró el horror cometido en Japón por otro imbécil, que también entró a una escuela de niños y asesinó a ocho de ellos, dejando 15 heridos, ¡con un cuchillo de carnicero! (Para mí, esta matanza resultó más horrible —si se puede decir tal cosa— que lo acontecido el lunes pasado en el Tecnológico de Virginia. El terror que han de haber sentido aquellos pobres niños japoneses me hace llorar de angustia).

JOHN MARKELL: Fue una venta normal, de bajo perfil. Él no se veía nervioso, estaba calmado; parecía un estudiante común y corriente. Como es costumbre, a Cho se le pidió un documento que mostrara su mayoría de edad, una constancia de domicilio en el estado y, por haber nacido en el exterior, su tarjeta de residente legal en Estados Unidos.
Además, se le requirió llenar dos formularios de registro, uno para la policía de Virginia, otro para la federal. Después, a través de la computadora enviamos los datos a la policía para el chequeo de su historial, y no hubo problemas, así que pocos minutos después se fue con su pistola

Hasta aquí, todo normal. Pero fijémonos en las siguientes palabras del armero.

JOHN MARKELL: Ahora que veo las respuestas en el formulario, supongo que mintió cuando dijo que no sufría ninguna inestabilidad mental.


ACTO III El silencio de los inocentes

Antes, durante y después de masacres como la ocurrida en el tecnológico de Virginia, la atención de todos se centra en el perpetrador de la mascare. Se buscan razones para explicar sus terribles actos; se indaga su vida hasta en los rincones más íntimos; se le da la oportunidad de declarar sus delirios; se le odia; se le perdona; se le imita.

¿Y las víctimas, qué?

Nada queda de ellos, tan sólo su recuerdo. El dolor de aquellos que los conocieron permanece.

La violencia nos nubla la vista. Su insoportable levedad permea nuestras conciencias, nos hace olvidar que la vida de aquellos que fueron sacrificados en el altar de un dios ignorado y degradado (que sólo existe dentro de la bóveda craneal de un ser perturbado) es lo único que debe contar cuando conmemoremos un hecho tan horrible como el ocurrido en el Tecnológico de Virginia.

Olvidemos para siempre al tal Cho. Ya tuvo la ridícula fama que siempre buscó.

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