4/08/2007

La jaula vacía o El mito del aborto como una elección femenina

No me gusta el tenis. Me aburre sobremanera observar el ir y venir de la pelota de un lado al otro de la red durante el juego, el cual puede durar más de dos horas y cuyo desenlace depende muchas veces de la decisión de un tipo sentado en una silla de patas muy largas a mitad de la cancha, a un lado de la red.

El asunto de la despenalización del aborto se asemeja terriblemente a un juego de tenis: La cancha (el debate) tiene límites muy precisos y los jugadores (los bandos pro-vida y pro-elección) están inexorablemente separados por una delgada red de prejuicios, la cual no puede ser tocada o traspasada, bajo pena de perder puntos o ser descalificado.

Los argumentos que se manejan (las pelotas) van de un lado al otro de la cancha. Así como vienen, se los retacha, sin retenerlos ni por un momento para analizarlos. Y cuando se trata del saque, la intención es desestabilizar al contrario.

Por último está el árbitro o juez (no sé mucho de tenis) que en el caso de la despenalización del aborto está representado por la Asamblea del Distrito Federal y que será quien decida en última instancia cuál de los dos bandos resultará “ganador”.

Para algunos puede parecerles frívolo el que compare un asunto tan serio como el aborto con un juego de tenis. Sin embargo, no es así, sobre todo si tomamos en cuenta que se busca despenalizar una ley bajo la cual ni una sola mujer ha sido consignada o siquiera denunciada. Entonces, ¿por qué despenalizar una ley que no penaliza?

Esto convierte a la despenalización del aborto en un juego: un juego de poder. De lo que se trata es de demostrar que un grupo de legisladores que conforman una mayoría dentro de una minoría (la Asamblea del Distrito Federal) pueden aprobar una ley que atenta contra la mayoría que supuestamente representan. (Reconozcámoslo: sea cual sea nuestra posición personal con respecto al aborto, la mayoría de los mexicanos se opone al aborto, ya sea por cuestiones de credo religioso o por los usos y costumbres comunitarios. Es una cuestión de estadística, más que de ideología.)

Y como si esto no fuera suficiente para comparar al asunto del aborto con un juego, los argumentos que esgrimen ambos bandos van de lo puramente especulativo hasta lo francamente estúpido.

Son especulativos porque nadie sabe a ciencia cierta cuándo un ser humano se convierte en un ser humano: Unos dicen que es en el momento mismo de la concepción (o incluso antes de la concepción, lo que es algo absurdo); otros, a partir de las 12 semanas de gestación. Unos hablan de un mero conjunto o agrupación de células; los otros de un conjunto o agrupación de células “potencialmente” humano.

Y el argumento más estúpido de todos es aquel que dice que, de haber optado sus madres por el aborto, no tendríamos a “Chespirito” o a Beethoven. (Lo que hace que este argumento sea estúpido es que no toma en cuenta su contraparte: de que de haber optado sus madres por el aborto, tampoco hubiéramos sufrido a Hitler, a Stalin o a Paris Hilton).

Pero el más grande error de argumentación —y aquí llegamos al quid del asunto— que por algún motivo misterioso es el único argumento que comparten ambos bandos, es el de considerar que es la mujer quien toma la decisión de abortar. Eso es una falacia.

Antes de pasar a explicar el porqué es una falacia, permítanme hacer una precisión muy importante para afinar mi argumentación y no ser mal interpretado: Cuando hablo aquí de “mujer” lo hago en un sentido genérico y no individual. Esto se debe a que cuando se hacen las leyes su esencia es colectiva y no individual. Asimismo, en toda democracia se privilegia a la colectividad sobre el individuo.

Por ello, cuando yo diga “mujer” me estaré refiriendo a la mayoría de las mujeres, en un sentido genérico. Estoy perfectamente consciente de que toda mayoría se conforma de entes individuales, muchos de los cuales no comparten las características o ideales que se les imputa por la mera generalización. (En el caso que nos ocupa —el aborto— calculo en un cinco por ciento la proporción de estas mujeres. Esta es, por supuesto, una estimación personal. Juzgue el lector si estoy en lo correcto o no).

El debate del aborto se centra, erróneamente, en la mujer. Todos los argumentos que se manejan, ya sean en pro o en contra del aborto, tienen como figura central y única a la mujer. Se deja a un lado el elemento clave del aborto, sin el cual todo pierde sentido.

Y este elemento calve es… el hombre. ¡Sí, el hombre, el varón, el macho de la especie humana! Porque es realmente el hombre y no la mujer, como todos creen y argumentan, quien toma la decisión de abortar.

¡Sacrílego, profano, antifeminista! ¿Cómo me atrevo siquiera a insinuar algo así?

Porque es la verdad, aunque no le guste a nadie. Afirmo que el hombre es quien decide un aborto porque soy hombre y sé cómo pensamos los hombres y porque la abrumadora evidencia a favor de mi argumento así me lo señala.

Pensemos en ello un momento: Aquella mujer que se decide por el aborto no lo hace porque esté convencida de que su cuerpo es sólo suyo y nadie más que ella tiene el derecho sobre éste. Tampoco lo hace por no temer a ser encarcelada o excomulgada. No, lo hace porque directa o indirectamente su pareja masculina así lo decidió.

Antes de tener encima a toda la comunidad feminista (todos los que me conocen saben que soy un ferviente feminista) quiero señalar que no estoy hablando aquí de sumisión de la mujer a los deseos del hombre. No se trata de eso. Lo que digo es que la mujer que se somete a un aborto lo hace porque sabe que no cuenta con el apoyo del hombre: este no quiere saber nada del asunto, no quiere complicarse la vida o simplemente, huye. (La valentía de esa mujer que aborta es asombrosa y merece todo nuestro respeto. Su vida y su dignidad merecen ser protegidas a toda costa).

Pero su decisión se basa en la negativa de un hombre por apoyarla. Porque cuando se trata de una decisión enteramente de la mujer (como lo afirman los pro-vida y los pro-elección) sin tomar en cuenta al hombre, la mujer se decide por no abortar.

Independientemente de su credo, raza o posición socioeconómica (aunque existe una tendencia contraria en los niveles más altos de la escala social) la mujer le apuesta a la vida: a la suya propia y a la del niño que lleva dentro.

Llámenlo como quieran, pero yo lo llamo imperativo genético: La mujer le apuesta a la vida. El hombre a la muerte.

La evidencia de ello no se cuenta por cientos o por miles, sino por millones: Cada mujer que es madre soltera es parte de ello. Y su valentía por tener a un hijo se iguala a la de aquella que decide abortar. Y también toda madre soltera merece ser apoyada y protegida.

El número de madres solteras supera con mucho al de todas aquellas que decidieron abortar. Y lo continuará superando, se despenalice o no el aborto.

Sin embargo, mientras el debate continúe y no se incluya al hombre de alguna manera en la ecuación, me seguiré reservando mi opinión sobre el asunto. Porque sin ese elemento dentro del debate, no puedo ofrecer una opinión ni a favor ni en contra.

Soy un individualista acérrimo que privilegio al individuo sobre la sociedad. Para mí, en cada uno de nosotros está el decidir si un acto es bueno o malo y no en lo que nos dictan las leyes de Dios o de los hombres.

Por eso estoy aquí afuera, observando aburrido el ir y venir de la pelota de un lado al otro de la red.

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