11/04/2006

Salaam

Súbitamente agotado tras una indefinida serie de reencarnaciones sucesivas, Samstanaka quedó tendido sobre el húmedo barro de una más de las callejuelas olvidadas de Calcuta.
Así acostado, daba la apariencia de ser lo que era: un despojo humano, indistinguible de los ciento de miles de despojos humanos que forman la inmunda costra de esa herida siempre abierta y purulenta que es Calcuta.
Samstanaka hizo el intento de levantarse y huir de ese lugar, pero lo único que consiguió fue quedar de costado. El movimiento produjo un sonido húmedo, viscoso, que Samstanaka no alcanzó siquiera a percibir, ya que la sensación de incontables movimientos sobre su espalda opacó o eliminó por completo sus restantes sentidos.
Por algunos aterradores instantes, Samstanaka no vio, ni olió, ni oyó, ni gustó; sólo fue la víctima y el único testigo de ese horrendo movimiento minúsculo infinitamente multiplicado sobre su espalda, donde millones de seres reptaban, saltaban, se enterraban y efectuaban indescriptibles variaciones y mutaciones. Samstanaka empezó a sentir asco y náuseas, ¡y no podía moverse!
Desesperado, comenzó a llorar.
Las lágrimas brotaron y corrieron por el sudoroso rostro de Samstanaka, produciéndole una sensación de soledad absoluta, que lo entristeció.
Sin embargo, súbitamente, la serenidad volvió a su ser en un instante; un mágico e imposible instante en el que Samstanaka notó, asombrado, cómo una de las incontables criaturas microscópicas sobre su espalda lodoza luchaba por levantarse pero, al igual que él, inútilmente.
Entonces comprendió. Una lenta y amplia sonrisa iluminó su rostro.
Samstanaka supo en ese momento que su camino había terminado finalmente, que el Nirvana era su próximo paso.
Porque Samstanaka había sido Samstanaka; ahora era Calcuta.

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