Cuando
mi amigo Luis me invitó a participar en el grupo de Escritores
Independientes, capítulo Monterrey —que
tendrá un stand en la Feria del Libro de ésta ciudad en octubre próximo— pensé
que tenía que presentar algo bueno, impactante. Así que me decidí por presentarme desnudo ante el público de la
feria. Por supuesto, esta no es ninguna estrategia desesperada de marketing,
sino mi manera de anunciarles que tendrán la oportunidad de conocerme
íntimamente como escritor, con todos mis miedos y obsesiones.
Porque
si uno se pregunta cuál es la manera más sencilla de conocer íntimamente a un
escritor, la respuesta es simple: pídele a éste que te deje leer todos sus relatos.
En ellos encontrarás todo lo que necesitas saber de él o ella. Lo conocerás tal
como es, sin máscaras.
La punta del iceberg —libro
que pondré a disposición del público— contiene dieciséis relatos que no titubeé
en calificar como “asombrosos”. Este no es un adjetivo vacuo, ya que dichos
relatos se apartan bastante de los cánones establecidos. ¿A qué me refiero con
esto?
El
lector avezado (y muchos de los lectores de estas Crónicas Profanas lo son) se
habrá dado cuenta de que hasta el momento he evitado utilizar la palabra cuento y la he sustituido por relato. Esto no es gratuito. Si lo hice
es porque el género del cuento está bastante subestimado en la actualidad, a
tal grado que muchos lectores lo consideran un género menor o, en el mejor de
los casos, inferior al género de novela. Para muchos, leer cuentos simplemente
no está dentro de sus prioridades lectoras.
¿Por
qué, si la historia de la literatura —en especial la latinoamericana— está
plagada de grandes escritores de cuentos? Bueno, pues resulta que precisamente
ahí está el problema: los cuentos en Hispanoamérica no ha evolucionado como
sucede en otras partes del mundo. Se continúan escribiendo cuentos, pero la
gran mayoría siguen los mismos cánones que regían en los años cincuenta y
sesenta del siglo pasado, en la que reinaba la famosa “Generación del boom” a
la que pertenecían Julio Cortázar et al.
Son
cuentos de escritores que deseaban acabar con los convencionalismos literarios
de la época; cuentos que pretendían contar las cosas de otra manera; cuentos
“comprometidos” con las realidades sociales y políticas del momento; cuentos
que dejaron a un lado la esencia misma del género, que es la de contar una
historia.
En
lugar de contar una historia, los cuentos de esa época intentaban trasmitir una
idea, describir un estado de ánimo, desnudar una sociedad, llamar la atención
hacia seres desposeídos, fracasados, sin esperanza.
Por
supuesto, muchos de esos cuentos son verdaderas obras maestras y sus autores
grandes escritores. Pero eso debió haber quedado en el pasado y no ser repetido
por los escritores que los siguieron. Sin embargo, ese no fue el caso. Los
escritores más recientes —con honrosas excepciones— han seguido escribiendo de
la misma forma, con los mismos temas, los mismos protagonistas, las mismas
situaciones, lo cual ha repercutido en el prestigio del género como tal. Así,
la mayoría de los lectores los evitan. Prefieren leer novelas o libros de
no-ficción.
En los
cuentos modernos abundan las situaciones y las descripciones psicológicas de
los protagonistas. Y por lo general empiezan y acaban en medio de nada. No se
cuenta una historia, se describe una situación o la psicología de un personaje.
Por eso no es de extrañar entonces que los cuentos hayan disminuido su
popularidad entre los lectores.
Al
contrario que lo que muchos creen, escribir un cuento muchas veces resulta más
complicado que escribir una novela. Porque el primero es excluyente, en tanto
la novela es incluyente. En el cuento —dada su brevedad característica— lo que
queda fuera importa tanto o más que lo que queda. Un cuento bien construido
puede dar lugar a una novela, en tanto es imposible reducir una novela a la
longitud de un cuento sin que pierda su esencia.
Habiendo
dicho lo anterior, transcribo la presentación que tendrá La punta del iceberg:
Lector,
el libro que tienes en tus manos no es un libro; son muchos libros. No es un
sueño; son muchos sueños. Los dieciséis relatos que lo integran abarcan un
período de diez años, que se comprimen entre sus pastas; una década entera,
durante la cual esos muchos sueños —o quizá un solo sueño, multiplicado—
tomaron forma.
Sin
embargo, dicha forma no es definitiva de ningún modo, ya que los relatos
conservaron su naturaleza onírica, tanto en su estilo como en su secuencialidad.
Porque,
de la misma manera que el sueño —donde nuestra mente se encuentra a merced del
azar, donde las imágenes se suceden sin parar, algunas veces caóticas, otras
siguiendo una secuencia en apariencia lógica— en La punta del iceberg de uno a otro relato se puede pasar de lo
ridículo a lo serio, de lo cotidiano a lo fantástico, de lo sacro a lo profano.
Ningún
relato te prepara para el siguiente; ninguna lógica separa a una narración de
otra, quizá por completo diferente u opuesta.
Durante
la preparación última del libro, y a fin de salvaguardar su naturaleza de sueño
—o sueños— se dejaron de lado las convenciones cronológicas y temáticas: no se
buscó el hacer avanzar al lector de la aurora al crepúsculo, ni el separar la
risa del asco o la reflexión del asombro. Hacerlo de esa manera hubiera sido
privar al lector de la oportunidad de establecer por sí mismo su interpretación
personal, por medio de la cual el libro adquiere su coherencia, su significado
último.
Los
espero en la Feria del Libro Monterrey. Y después.
Tengo
dieciséis historias que contarles.
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